Cachinche
-Ninfa Monasterios Guevara-
A lo lejos se escucha el trinar de una sinfonía. Poco a poco su sonido, emocionado y agudo, se va haciendo más fuerte y claro. Sin asomarse a las ventanas o puertas, ya la gente sabe que por ahí viene Cachinche.
Cachinche…apodo que sustituyó al nombre (Isidro Carballo) y rebautizó al hombre que tenía por carta de presentación el sonido, a veces alegre y otras, lastimero, de su sinfonía de siglos. Y su presencia! Porque no había otro personaje como él: Usaba siempre, siempre, una camisa blanquita que destacaba, entre el negro de su piel y el de su traje de flux y pantalón. También llevaba un sombrero, que le achataba un poco su figura de gigante. Terciado sobre su pecho llevaba el forro de su machete. Y en sus grandes manos: la sinfonía y un saludo, además de infinitos cayos levantados y sostenidos con el trabajo incesante dentro de los patios que limpiaba.
Limpiaba y dejaba como nuevos los que antes fueron solo matorrales y escondrijos de cotejos. Todo a cambio de unas monedas y la comida ¡pa’ salvar el día!
Salvar el día del tedio y de la resolana. No era tarea fácil para nadie y menos para Cachinche. Sus ojos eran la suma de muchas tristezas y sinsabores. Los surcos de su cara, eran tan profundos como las agonías de una vida solitaria, errante y sin abrigo. Y su boca, una gran boca, casi desdentada, de gruesas encías rojas, igual que su lengua, articulaba las palabras con un tono y una cadencia que le eran únicos, al igual que su pronunciación. Cuando Cachinche saludaba, las palabras parecían deslizarse en un tobogán extenso, con cadencia, sin prisa.
Sin prisa, tal como caminaba por todas las calles del pueblo, así hablaba Cachinche. Arrastraba las palabras tanto como sus hinchados pies, esos que apenas protegían un par de alpargatas gastadas y rotas. Se pudiera decir que la vida y los hechos de aquel hombre llevaban un mismo ritmo. Iban bamboleándose por los caminos, suave, pausada y cadenciosamente, acompañados de los sonidos de su sinfonía, como si buscara un puerto seguro al cual llegar; como si los tiempos y las distancias se hicieran más cortos o menos duros con ese andar.
Con ese andar, llegaba Cachinche a la puerta de mi casa. Se recostaba en ella y saludaba: Buenos diiiiias, ¿Cómostán poaquí?...y quedaba en el aire, ese olor suyo tan característico junto al eco de sus palabras. Es que hablaba como los negros hablan, pues. Algunas veces, después del saludo y de tomarse un poquito de agua, tocaba el cuatro que también llevaba en sus espaldas.
También llevaba en sus espaldas la certeza de saberse feo para los demás. Y una de sus travesuras consistía en hacer muecas con su cara, estirar su gran boca dejando salir un solitario colmillo y usar sus ojos como especie de globos intermitentes que agrandaba y achicaba a su antojo; todo eso para asustar a los niños y a las niñas, que salían despavoridos a esconderse tras los faldones de sus madres, que reían de buena gana.
Reían de buena gana unas y otros, con las ocurrencias de aquel gran hombre. Y le respetaban y querían, como se quiere una imagen perenne y necesaria. Pero, Cachinche, el negro Cachinche, no vino más. Se perdió en los caminos, solo acompañado por la soledad y su sinfonía.
La soledad y su sinfonía.