Dos voces se entrecruzan en este relato: las voces de la memoria y la nostalgia se complementan para darnos una crónica del tiempo que transcurre sin apenas darnos cuenta...
-Manuel Cabesa-
-Argenis Díaz-
El cotoperiz de la abuela formó parte del paisaje de su infancia. Si pudiera hablar, ese árbol contaría las veces en que se encaramó en él para escapar inútilmente de la disciplina de su mamá, las veces que comió del delicioso fruto del árbol y otras tantas en que jugaba a ser aquel tarzán de la película que un día vio en el cine Pineda. Colgado de sus ramas, la imaginación se le agitaba. Con el tiempo, ha visto como se desdibuja el paisaje del cual formó parte, al pie del cerro Los Chivos en este valle de Cura…
Hoy me encuentro solitario y casi seco por la falta de agua. Mi añoso tronco siente el paso de mi vejez y mis brazos apenas sostienen unas ramas secas. Otrora el agua corría por mis pies en cada invierno, dejando nutrientes que le daban vigor a mi juventud. Los niños disfrutaban de mi fruto: dulce y amarilla pulpa que degustaban también los grandes. Mi sombra era muy visitada en las tardes, donde las tertulias se prolongaban hasta ponerse el sol. Una pareja de enamorados descubría sus secretos en mis cómplices raíces, que como venas se hundían en el terreno fértil. Sentía ascender la savia vitalizadora que llegaba hasta la cima, donde podía ver un cielo despejado y cambiante; un sol abrasador, a veces, o sentía la lluvia que refrescaba mis hojas para llevar alegría a los pájaros que se posaban en mis ramas. Hoy todo es un recuerdo. Hoy la soledad me invade en este valle que dejó de ser lo que era. Sitio apartado para el descanso. Ya no hay niños en este sitio y los pocos humanos que pasan debajo de mi menguada sombra van demasiado apresurados y cabizbajos…
Desde que era niño ha estado ahí, con su majestuosa sombra, sus frondosas ramas y deliciosos frutos. Me senté en sus raíces. Allí vi a mi padre un día, acercándose a mí para darme unas monedas. Pero fue un día triste, de alguna manera supe que no lo volvería a ver en muchos años… En la casa de mi abuela todo era perfecto, menos aquel día. Casa y árbol me acompañan siempre. También la lluvia. La mata de cotoperiz, como la llamábamos, permanece allí, ya cansada tal vez. Ahora, con los años, ya es parte de mí y renace en cada invierno…
Sigo dando fruto, pero no es lo mismo, ya no hay la alegría de grandes y chicos, y algunos frutos caen secos, comidos por algunos pájaros que todavía revolotean a mi alrededor. Ya no hay abundancia. Las familias se han mudado, sólo algunos que vienen acá a rumiar sus recuerdos de un ayer que no volverá. Tengo miedo de morir, que se desprendan mis ramas. Mi tronco esta viejo, y la herida se alarga y crece hasta dejar expuesto un corazón que apenas late. Me queda el dulzor de las abejas que hacen su colmena en alguno de mis brazos cansados. Sigo esperando que el agua y el sol me dejen llegar hasta el fin con dignidad y dar mi última carga a quienes a veces vienen a verme y se sientan a la poca sombra que me queda a compartir recuerdos. Quizás agosto sea un buen tiempo para revivir o morir en el intento.
Pasaron soles y lunas, lluvias y sequías. Agosto volvió y él también, pero el cotoperiz ya no estaba.
(Los editores agradecen la gentil colaboración de Nohemí Castro para esta publicación).
Mis ojos se riegan como Villa de cura en septiembre.
ResponderEliminarEl Cotoperí del valle se está secando, poco a poco va perdiendo su ramaje.
Pero, en nuestros recuerdos y en nuestras letras seguirá ese cotoperí dando frutos.
Gracias Manuel, ya era hermoso este relato, pero tú le diste más brillo 🔆🔆🔆🔆