martes, 7 de octubre de 2025

Una historia de elefantes e invasores mercantilistas

 


-Claudio González Luna-


El ser humano primitivo descubrió que no necesariamente todo animal que caminaba tenía que ir a parar a la parrilla. Descubrió eso y en consecuencia con los tiempos que vivía. Claro que para arribar a dicha conclusión tuvieron que transcurrir varios siglos y milenios.

El elefante es uno de esos animales que se salvó durante bastante tiempo de los codiciosos intereses mercantilistas; es decir, hasta que descubrieron que sus colmillos eran de marfil, un material muy caro y codiciado, útil para construir desde esculturas hasta bolas de billar.

Sin embargo, y a pesar de ello, durante mucho tiempo más, los paquidermos no fueron directo a la parrilla.

Sólo un elefante podría respondernos si eso fue para su bien o para su mal. Sólo él podría decirnos que destino existencial hubiese preferido: ser comido por los seres humanos, o ser utilizado en los menesteres capitalistas donde posteriormente fue usado.

Digo esto y pienso, no tanto en la sorpresa llevada por Alejandro Magno en sus tiempos de soldado, sino en la que se llevaron los elefantes al enfrentarse al legendario guerrero allá por La India.

Alejandro avanzaba victorioso como siempre e insatisfecho también como siempre.


Sus sueños y ambiciones iban siempre más lejos que sus múltiples conquistas. Cada nueva invasión acelera sus sueños de grandeza que un buen día lo llevaron a La India, a la auténtica, no a la que supuestamente llegó el invasor y asesino Cristóbal Colón.

Y los hindúes le hacen frente con su artillería pesada. Alejandro, como siempre, termina victorioso en la ruda batalla, pero no la ha sacado barata ni mucho menos, ya que de arranque nomás, se ha llevado un buen susto.

Él, quien creía sabérselas todas y una más, se encontró con una gran sorpresa: los caballos hindúes, que efectivamente son hindúes, pero no son caballos sino elefantes, es decir, muchísimo más pesados y para colmo, se le vienen en patota.

Los icónicos paquidermos, para desorientarlo aún más, van con un tipo arriba, que en lugar de casco, se han envuelto la cabeza con una toalla.

Los elefantes a su vez, también están sorprendidos y de pésimo humor. A lo largo y ancho de la historia, habían sido tratados con respeto y consideración, mientras que ahora, de golpe y porrazo, los obligan a perseguir a unos hombrecitos que gritan cosas que ellos no entienden, y que además, no parecen ser amigables.

Pasada la sorpresa, se enojan cada vez más, y embisten sin ton ni son. De pronto, uno de ellos cae herido y muchísimos soldados invasores le caen encima. No lo dejan levantarse. Lo hieren hasta que logran matarlo.

El mismo camino les toca recorrer a los otros elefantes, hasta que el jefe hindú se rinde ante el poder imperial.

Algunos mueren, mientras otros paquidermos se salvan y cambian de amos.

Los nuevos dueños los venden de inmediato y así van pasando de mano en mano, hasta que un día, algún príncipe lacayo, quien debe realizar un costoso regalo de cumpleaños, echa mano de un simpático elefante, lo coloca en una cajita cerrada, con su respectivo lacito rosado, y lo envía con una tarjeta de felicitaciones que versa: “Happy Birthday”.

Entonces el agraciado, quien tal vez atraviesa por un gran vacío o crisis económica, descubre que vendiendo al paquidermo probablemente salga de su pobreza.


Y así lo ofrece a un mercader de turno, bachaquero y capitalista quien lo compra, y a su vez vende, a algún icónico circo o zoológico.

En el zoológico, en una de esas, el elefantito se siente más o menos bien. Pero en el circo la cosa cambia, porque no creo que a ningún paquidermo adulto le resulte agradable andar pateando una pelota o parándose en alguna pata, sobre un tobo de metal, mientras algún asalariado proletariado circense, disfrazado de feroz domador de fieras salvajes, le amaga con el látigo.

Tengo mis serias dudas. No sé, quién sabe si al elefante no le hubiera gustado más, como macabra alternativa, ir a parar a la consabida parrillita dominguera.

Deberíamos preguntarles algún día.

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Rafael Ortega