-Kreysi Dersi-
El gallo de la vecina, un bicho que se cree un reloj suizo, cantó. O quizás fue la imaginación. En la cocina de la abuela, la luz se encendió de la nada. Un día cualquiera, con el mismo ritual de siempre: el café que no huele a nada y las arepas que más que un simple desayuno, son un acto de fe. El nieto se levanta arrastrando los pies. No pregunta de qué eran las arepas, porque preguntar sería una pérdida de energía. Pudiera ser que la abuela consiguiera queso, o que quizás el relleno era solo aire y esperanza. La abuela, con la sabiduría que dan los años, le da un beso en la frente y le repite la misma retahíla: “Hijo, pórtate bien, no te metas en problemas, y sobre todo, sé feliz. Que lo demás es puro cuento".
El autobús escolar se aleja, escupiendo un humo negro que ya es parte del paisaje. Adentro, los muchachos no hablan de guerra. Para ellos, la guerra es la fila interminable para la gasolina que nunca llega, la subida del dólar que parece una broma de mal gusto, y el billete en el bolsillo que se desintegra antes de llegar a la caja. Guerra es el arte de la reinvención diaria para que el plato no esté tan pelado. Se preguntan si habrá más episodios de la serie que están viendo, o si el vecino de la esquina ya abrió su negocio nuevo. Porque en el patio trasero de la guerra, lo que se vive es la vida.
La maestra, un soldado sin uniforme ni fusil, les pide a sus alumnos que escriban una redacción sobre qué significa ser un héroe. Y los niños, con sus manos pequeñas, escriben sobre sus padres que hacen magia para poner comida en la mesa, sobre sus madres que hacen malabares con el sueldo. Escriben sobre el vecino que, en vez de fusil, regala mangos de su árbol. Y sobre los maestros, que les enseñan a leer y a escribir, en un acto de fe que desafía cualquier lógica.
En el porche, la abuela se sienta a esperar a su nieto. En ese momento, no piensa en geopolítica ni en las noticias. Piensa en cómo hacer para que el arroz y las caraotas que quedaban del día anterior rindieran para la cena. Un plato que, en una situación normal, sería una comida cualquiera, pero aquí es un acto de resistencia culinaria.
El nieto llega a casa, con una sonrisa en la cara. La abuela, con lágrimas en los ojos, le pregunta cómo le fue, y él le dice que su maestra había elogiado su redacción sobre los héroes. Y en ese instante, el mundo exterior desaparece.
Y de repente, un día cualquiera. Una noticia. Un grito en la calle. Un gol de la Vinotinto. Y el país se detuvo. Todos, sin importar quiénes fueran, se abrazaron. La vinotinto se convirtió en la bandera más grande, más unificadora, más importante de todas. Y por un par de horas, no hay inflación, no hay escasez, no hay guerras. Hay fútbol, y un país unido, aunque fuera por un instante.
Al final del día, la abuela se sienta en la mecedora, pensando. Los vecinos que te invaden la casa, un poquito cada vez, porque no cuidaste tu patio trasero. Esa es la verdadera guerra. Pero la abuela no piensa en invadir a nadie. Ella solo piensa en la sonrisa de su nieto, en el gol de la Vinotinto, en el arroz que rinde, y en la película de Superman donde un venezolano se hizo un lugar. Y es ahí, en ese instante, donde uno se da cuenta de que la verdadera guerra no es la que se libra con misiles, sino la que se libra a diario, con amor, con esperanza, y con la certeza de que, a pesar de todo, hay que seguir adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los blogs se alimentan de palabras, gracias por dejar sus comentarios en el mío.
Un abrazo,
Rafael Ortega