-Manuel Cabesa-
A principios de diciembre de 2013, durante la realización de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara (México) se le otorgó a Yves Bonnefoy el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. Este reconocimiento convalida la importancia de una obra y una presencia ineludible dentro de la poesía occidental de nuestros tiempos y que lamentablemente es poco conocida en nuestra comarca. Una figura que considera que la poesía está “en la vida misma de las palabras, y es en esa profundidad de la palabra donde hay que encontrar la acción de la poesía y, a partir de ahí, su importancia. Comprender que la poesía es el fundamento de la vida en sociedad. Comprender que la sociedad sucumbirá si la poesía se extingue, poco a poco, en nuestra relación con el mundo”, según sus palabras en el momento de recibir el mencionado galardón.
Yves Bonnefoy es sin duda uno de los poetas mayores de este siglo, uno de los que con mayor vigilancia, mayor rigor se entrega al oficio de la escritura. De 1953 data su primer trabajo poético, Del movimiento y la inmovilidad de Douve donde la presencia de la muerte se manifiesta en un canto a la amada desaparecida. A este libro seguirán Desierto ayer reinante (1958), Piedra escrita (1965), En la trampa del umbral (1975) y Principio y fin de la nieve (1991). Todos conocidos parcialmente, clandestinamente en nuestro idioma.
En un ensayo de su libro L’Improbable (Mercure de France, 1959), Bonnefoy escribe: “El lugar verdadero es un fragmento de duración consumido por lo eterno; en el lugar verdadero, el tiempo se deshace en nosotros. Puedo escribir también, lo sé, que no existe, que no es más que un espejismo, sobre el horizonte temporal, de las horas de nuestra muerte -pero ¿tiene ahora todavía algún sentido la palabra realidad, y puede apartarnos del compromiso contraído con el objeto de la memoria, que es búsqueda perpetua? Pienso que nada es más verdadero y, por lo tanto, más razonable, que la errancia, pues no hay método para regresar al lugar verdadero. Se halla quizás infinitamente cerca. Está, también, infinitamente alejado… Para el que busca, incluso si sabe que ningún camino le guía, el mundo en torno será una morada de signos.”
De donde se concluye que para Yves Bonnefoy la poesía debe estar en permanente vigilia a fin de encontrar a su alrededor los signos que revelen la trascendencia de lo existente: todo es presencia y, a la vez, todo es ausencia. Sólo lo escrito permanece más allá de la existencia efímera de las cosas.
Devoción, es un poema solitario dentro de la obra de Bonnefoy, fue incluido en el mencionado libro de ensayos L’Improblable. Se trata de un texto de enorme religiosidad, en donde el poeta dedica sus palabras a aquellos elementos que han revelado ante sus ojos la belleza del mundo, la justificación para permanecer en él.
(2015)
Devoción
1.
A las ortigas y a las piedras.
A las “matemáticas severas”. A los trenes malamente esclarecidos de cada tarde. A las calles de nieve bajo la estrella sin límite.
Yo me iba, yo me perdía. Y las palabras turbiamente encontraban su vía en el terrible silencio. –A las palabras pacientes y salvadoras.
2.
A la “Madone du soir”. A la gran mesa de piedra sobre las riveras venturosas. A los pasos que una vez se unieron y luego se separaron.
Al invierno oltr’Arno. A la nieve y a todos los pasos. A la capilla Brancacci, cuando cae la noche.
3.
A las capillas de las islas.
A la “Galla Placidia”. Los muros estrechos portan la medida de nuestras sombras. A las estatuas sobre la hierba; y que, posiblemente como yo, carecen de rostro.
A la puerta amurallada de ladrillos color de sangre sobre la fachada gris, catedral de Valladolid. A los grandes círculos de piedra. A un paso cargado de negra tierra muerta. A un palacio desierto y cercado por los árboles.
A Sainte-Marthe de d’Aglié, en el Canavese. El ladrillo rojo y envejecido proclama su alegría barroca.
(A todos los palacios de este mundo, por la hospitalidad con que reciben a la noche).
A mi domicilio en Urbin entre el número y la noche.
A Saint Yves de la Sagesse.
A Delfos, donde es posible morir.
A la villa de las cometas volantes y las grandes mansiones en cuyos vidrios se refleja el cielo.
A los pintores de la Escuela de Rimini. Yo quería ser su historiador por angustia de su gloria. Yo quería abolir la historia por la pasión de su absoluto.
4.
Y siempre a aquellos muelles de la noche, a los pubs, a una voz que pronuncia “Yo soy la lámpara. Yo soy el aceite.”
A esa voz consumida por
una fiebre esencial. Al tronco gris del arce. A una danza. A esas dos salas
comunes, donde los dioses permanecen entre nosotros.
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Rafael Ortega