Para los antiguos cofrades Manuel Cabesa y Rafael Ortega
-Leonardo Maicán-
Quiero dejar testimonio acerca de una verdad irrefutable: Yo no he participado jamás en un taller literario, en el sentido epistemológico de lo que es un taller literario. Eso, a pesar de unos poemas míos incluidos en la antología del taller literario Los moradores. Por cierto, poemas escritos y publicados en Contenido en 1992, ocho años antes de que iniciara el taller. Esto lo digo porque hay quienes creen que yo soy un escritor “made in taller”. ¡Santos demonios! ¡Que no se ponga uno a tragar libros como un chivo a ver si va a hornear buen pan! ¡No te pongas tú a darle julepe al lápiz a ver si te van a salir juanetillos en los dedos! El único taller al que he asistido es al taller de la vida, en el que he ejercido los más disímiles oficios: obrero, vigilante, corrector, mamonero, ayudante de albañilería, limpiador de tumbas, paracaidista, profesor, etc. Así, el mirar la ciudad desde arriba, desde un paracaídas, me permitió más tarde, al asumir la escritura como oficio, a tener una mirada panóptica mucho más limpia al momento de narrar o describir ciertas situaciones.
A pesar de mi título universitario en lengua y literatura con mención magna cum laude, me considero con toda franqueza un autodidacta. Como ha señalado mi amigo Manuel Cabesa: “Leonardo Maicán tiene la virtud de ser un escritor que se ha hecho a sí mismo” (revista Pie de Página, febrero de 2009). No niego que en una que otra ocasión asomé mis narices en uno que otro taller, ya por camaradería o por solidaridad etílica, más pendiente de la curda de final de taller que del evento en sí. Y aun me he arrimado al taller de Gloria Dolande, excondiscípula mía del Pedagógico, para compartir impresiones con sus talleristas. Todo esto viene a cuento, porque quiero homenajear a dos importantes talleres que han florecido en Maracay.
A Harry Almela lo conocí en 1992, cuando asistí a una de sus reuniones. Empleaba el poeta un método poco pedagógico: Una vez por semana, un participante se comprometía a llevar al taller un texto de su creación. Texto fotocopiado tantas veces de acuerdo con el número de participantes. Luego cada uno de los talleristas, previa lectura del material, debía hacer las respectivas críticas y recomendaciones. Muchas de las críticas lanzadas por los “contertulios” eran ácidas, zahirientes. Lo triste era que la “víctima” no podía defenderse, pues según lo convenido, debía permanecer sentada, muda, oyendo las críticas (buenas o malas). La semana próxima era el turno de otro participante, y quien ayer fue víctima mañana sería verdugo. Rafael Ortega me contó el caso de una chica que era “verduga” con todo el mundo, y cuando le tocó su turno de traer su texto, la crítica fue tan despiadada que la pobre muchacha rompió a llorar. Aun los más talentosos recibían su buena dosis de cicuta. Yo, que era un genio en ascenso, dejé la peluca el primer día. Esa fue mi primera incursión en la República de Almela. Volví a sus predios una década después. Para entonces, la pedagogía empleada por Harry era más flexible. Pero esta segunda incursión mía tampoco duró mucho: una noche Harry me corrió de su taller porque preferí irme a beber caña con Manuel y con Juancho antes que oírlo a él. No le guardo rencor a Almela, a quien considero uno de los poetas más cultos de su generación. Poeta cuyo taller marcó época en los 90 y primeros años del siglo 21.
La llegada de Manuel Cabesa a Maracay coincidió con la publicación de mi libro Duelo de ases, en 1995. Hombre de inteligente conversa, en primera instancia Manuel se nos presentó como poeta, pero pronto sacó a relucir sus dotes de narrador: En 1996 se ganó una Mención Honorífica en el V Concurso Literario Semana de la Juventud, concurso donde tuve el honor de participar como miembro del jurado junto a Rosana Hernández y Ángel Gustavo Infante. Era la época en que Rafael Ortega, Manuel Cabesa y yo nos la pasábamos saltando de bar en licorería. Aparte de las espumosas, nos unía un interés superior: las letras. En cada “parada etílica” no hacíamos sino hablar de Borges, Cortázar, Gallegos, Fuentes, Rulfo, etc. ¡Sin darnos cuenta, estábamos haciendo taller literario callejero! Esta etapa “pretallerística”, que va del 95 al 99, la he llamado “codolingus”, pues a los tres nos gustaba empinar el codo y darle a la lengua.
Contrario a la creencia general, el taller no comenzó en 1999, sino en el 2000. Imposible que haya sido en el 99, pues yo (que tenía entonces 32 años) ingresé al Pedagógico en octubre de 1999, y para esa época el taller no había arrancado. Doy por seguro que fue en el 2000, lo recuerdo porque ese año fue la batalla electoral entre Chávez y Arias Cárdenas. Además: Guardo viejos papeles en mi baúl que avalan mis palabras, pero por ahorrar espacio no voy a citarlos. En fin, alrededor del núcleo fundador (Rafael, Manuel y yo) fueron integrándose otras voces, sobre todo, compañeras mías del Pedagógico. El taller, que entonces carecía de nombre, lo llamábamos de manera informal la Cofradía, en honor a una cofradía juvenil que aparece en la novela Juegos bajo la luna, de Carlos Noguera, que recién había leído. Era común escuchar entre nosotros: “Hoy se reúne la Cofradía”. Yo, fiel a mi espíritu “sudista”, un día me separé de la confederación tripartita, o “cuatripartita”, si nos atenemos a las palabras de Manuel: “Recuerdo las alegres discusiones que manteníamos en aquellos días Rafael Ortega, Leonardo Maicán, Alejandro Ramírez y quien esto suscribe” (contraportada de Los moradores).
Mención aparte merece Contenido, ese espacio para el disfrute de las artes y las letras que desde hace más de dos décadas coordina el poeta Alberto Hernández, antiguo profesor mío de Castellano en el año liceísta 1982-83. Contenido, tribuna donde publiqué mi primer cuento, Fantasma vespertino, en la ya lejana fecha del domingo 7 de julio de 1991. Y es que sin ser un taller literario, Contenido ha sido ventana, y escuela, para muchos escritores de nuestra región, y de más allá. La historia de la literatura te recompensará, maestro, y mi mente revolotea como un turpial en los siglos por venir, y allí veo a Contenido, brillando cual faro de Alejandría en el árbol del tiempo, a cuya sombra el viejo Virgilio sigue cantándonos sus églogas al viento.
Me place saber que la Cofradía (llamado hoy Los moradores) haya logrado mantenerse en el tiempo. No quiero despedirme de mis lectores sin antes decir que el soldado paracaidista de la foto soy yo, minutos antes de subirme al avión para saltar. En el reverso de la foto, escribí: “Recuerdo de mi último salto. Base Aérea de Palo Negro, 17-3-88”. ¡Antiguos cofrades, este anís va por ustedes! ¡Salud!
Amigo Maican, los talleres no hacen escritores, son los escritores los que dan valor a un taller.
ResponderEliminarEs un lugar para compartir experiencias y soledades; ningún escritor serio nace de un taller, sino de la necesidad de expresarse y compartir su expresión.
En ese sentido me siento complacido de haber compartido contigo todos estos largos años de experiencias y escrituras en talleres, bares, plazas, esquinas y cualquier otro insólito lugar donde la literatura es nuestra primordial acontecimiento.
Un abrazo viejo, Manuel Cabesa.
Excelente mi estimado amigo Maicán, un poco la realidad de los creadores. Felicitaciones Rafael por las publicaciones.
ResponderEliminarMaicán: genio literario, genio de la botella y amigo protector de cuentos perdidos.
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