jueves, 24 de octubre de 2024

La fragua de Farías Rojas

 

 “He prendido el fuego a las alas

de la vida/ y después no para

más de crecer

Amina Said (Arenas Funámbulas)

                                               

                                                        


-Leonardo Maicán-

 

 

    Asdrúbal José Farías Rojas es un pintor venezolano con más de 40 años en el medio artístico. Nació en Cumaná, estado Sucre, el 5 de marzo de 1953, uno de los tantos días consagrados a San Adrián. Desde pequeño, sus padres notaron en él cierta predisposición hacia las artes plásticas: solía hacer objetos de barro y arcilla, en sus ya lejanos juegos de la infancia; también, gustaba mirar con atención el vuelo de las aves, cuyo canto le hacía levitar de mil modos, eso sí: manteniendo en todo momento su conciencia en contacto con la tierra. A los 13 años, ya residenciado en El Tigre, estado Anzoátegui, vio clases con el insigne maestro Eduardo Latouche, artista plástico que enseñaba pintura y dibujo en su Taller Libre de Arte, en la Casa de la Cultura de El Tigre. Allí tuvo por condiscípulos a Hugo Newton y Aníbal García.

   Recordar una conversación es un ejercicio mental interesante. Es como desarmar un rompecabezas. Es recortar con las tijeras de la mente los momentos y las imágenes que una vez recortados (como las piezas de un rompecabezas) pueden ser guindados en una cuerda y lucir como ropas recién lavadas. Y Asdrúbal Farías Rojas, lo sé, es un buen relator de historias. De modo que a partir de la última plática que sostuvimos, he construido en mi mente una red de cuerdas, tendedero múltiple de donde cuelga un hatajo* de “ropas” de todos los colores y formas (*no confundir con su homófono atajo). Valiéndome de esta licencia, torno a creer, por todo cuanto me ha contado Asdrúbal, que su maestro Eduardo Latouche, sin dejar de ser original en pensamiento y acción, era (o es, pues el maestro de 73 años vive) un hombre de una ética y de un espíritu socráticos. Sobre los siguientes tres elementos baso mi teoría:

   Uno: El Prof. Latouche se valía de su pareja, joven y atractiva, a la que le pedía que sirviera de modelo a sus alumnos, para que éstos hiciesen sus bocetos y dibujos en vivo. La mujer aceptaba, se desvestía completamente, y desnuda como una Venus indiana exhibía, toda sensual y exótica, las más diversas poses. El maestro, para evitar presión alguna sobre sus alumnos, se retiraba del aula el tiempo que juzgara necesario. Eduardo Latouche permanecía afuera, no lejos del aula, pendiente ante cualquier incidente que pudiera acaecer. Han pasado unos 45 años, y Asdrúbal Farías Rojas la recuerda como una mujer bellísima, recatada, cauta, centrada en su papel de modelo, cercana y lejana a la vez.

   Dos: En una oportunidad, el Prof. Latouche llevó a su discípulo Asdrúbal Farías Rojas al hospital de El Tigre, específicamente a la sala de parto, en momentos en que una mujer estaba por parir. A la sazón, el alumno Farías Rojas llevaba consigo todo lo necesario para hacer sus bocetos: lápices, cartulina, papel, etc. Como era su costumbre, el maestro Latouche se hizo a un lado, esperó afuera. En la sala de parto, solamente quedaron el médico, sus asistentes, la parturienta y el joven artista, quien registró en varios bocetos los distintos momentos del proceso de parto.

   Tres: El Prof. Latouche aconsejaba a sus alumnos a que se allegaran hasta los burdeles, pues allí podían contratar los servicios de las prostitutas para que éstas les sirvieran de modelos. Latouche le hablaba a sus muchachos más o menos en estos términos (dramatización): “Lleven consigo sus implementos de trabajo. Una vez en la habitación, hablen con la prostituta que a bien hayan escogido. Trátenlas con mucho respeto, con educación. ¡Ustedes son artistas! No deben tocarlas. Séanles francos. Díganles que no vienen a singar, sino a hacer bocetos. Pídanles el favor de que les sirvan de modelos. Y deben pagarles, tal como si fueran a tener coito con ellas”.


   Ese era el estilo de Eduardo Latouche, un Samuel Róbinson de aquellos días. Asdrúbal siguió el consejo del maestro al pie de la letra. Una noche, se dirigió a los suburbios de El Tigre, donde había varios mabiles (prostíbulos). Metió sus útiles de trabajo en un morral y partió, solitario. Asdrúbal tenía 15 años y probablemente aparentaba menos edad, pues era delgadito, no tenía barba ni bigote y además su voz no le favorecía. Pero era listo e inteligente. Para llevar a cabo su empresa, Asdrúbal se “disfrazó” de adulto: se calzó un pantalón mahón, una camisa de mangas largas y unas botas de vaquero. Para medio cubrir su lampiño rostro se caló hasta las cejas un sombrero pelo de guama. Al toparse con el guardia del lenocinio, Asdrúbal le saludó, engolando la voz, al tiempo que le regalaba una moneda de a fuerte (un realero para la época). Ya en el cuarto con su “modelo”, le manifestó su intención. Algo extrañada, la mujer accedió a la solicitud del adolescente, cobrándole por adelantado. La mujer se desnudó, ensayó varias poses. Con destreza en el manejo del lápiz, Farías Rojas realizó aquella noche los bocetos más encantadores que hubiera hecho jamás. No tuvo sexo con la prostituta devenida en modelo, aplicando la ética que su maestro había sembrado en su conciencia.

En la búsqueda de nuevos horizontes, Asdrúbal Farías Rojas partió en 1970 para La Asunción, capital del estado insular de Nueva Esparta. Allí cursó estudios en la Escuela de Arte “Pedro Ángel González”, de la que egresó cuatro años después como Técnico medio en Artes Plásticas. De esta época, recuerda a sus maestros Asdrúbal Marcano, Luis Fernández Mago y Juan García. Luego, en Caracas, estuvo dos años en la “Cristóbal Rojas”, donde tuvo por maestros a Alirio Rodríguez y Luis Guevara Moreno. Desde 1979 reside en Maracay, ciudad en la que ha venido desarrollando una fructífera labor como facilitador de talleres de artes plásticas. Su obra se caracteriza por la soltura y nitidez de sus líneas y por un acertado manejo del color. Sus creaciones manifiestan en tal sentido un cromatismo limpio, vivo, cuyo impacto en el espectador se acrecienta por la belleza pantagruélica de sus formas, avasallante y contenida a la vez. Son seres individuales (en muchos de sus cuadros), criaturas solitarias que pese a la deformidad que pudieran transmitir, poseen sin embargo una sensualidad innata, una gracia que los hace ver “livianos”. Las mujeres y los hombres de Farías Rojas son seres psicológicamente complejos, y sus pequeñas cabezas, en contraste con los cuerpos voluminosos, representan quizás la realidad concreta, el iceberg de la razón sobresaliendo del universo lúdico, no por ello menos irreal.

 

Maicanópolis, septiembre de 2013

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Rafael Ortega