martes, 1 de octubre de 2024

El blues de los marginados

 Autobiografía de Rafael Ortega

 

 Los poetas carecen de pudor

 con respecto a sus vivencias:

las explotan

Friedrich Nietzche

Más allá del bien y el mal

 

Vine al mundo a las once y cincuenta de la mañana en el Hospital del Seguro Social de San José, en la cálida Ciudad Jardín de Venezuela, el mismo día que nació Neruda, pero en el año en que supuestamente (1) el hombre pisó la Luna.

Provengo de una familia de clase media y soy el último de siete hermanos (Carlos, Eglée Coromoto, Jesús, Odilia, Edén y Rosa) que iban a ser nueve, pero por patadas de azar –como diría el escritor trujillano Ednodio Quintero-, una hermana (Elda) murió de sarampión antes de que yo naciera y otro -que vendría después de mí- fue abortado porque mi madre era muy mayor para dar a luz.

Mi padre era periodista y mi madre era maestra, tal vez por eso eran algo nómadas, pues tengo hermanos que nacieron en Caracas, Valencia, Maracaibo y Maracay. Antes de radicarse en la ciudad donde nací vivieron en distintas partes de Venezuela. 

 Dicen que desde niño me atrajeron los libros. Aún sin saber leer solía pasar horas tumbado sobre el piso contemplando las figuras de las enciclopedias y diccionarios que había en casa. Tal vez esa fascinación por las imágenes me ayudó a memorizar las letras que trazaba con tiza mi hermana Rosa sobre una tabla de madera que fungía de pizarrón cuando ella todavía era una niña y yo apenas contaba con cuatro años.

En realidad no tengo claro si fue por aburrimiento o aplicación que quise entrar en la escuela, pero lo cierto es que nunca fui un niño sociable. En casa no había nada más que hacer que ver la televisión y aquello verdaderamente me aburría. Entre el payaso Popy y las comiquitas me tenían hasta la coronilla.

Aunque algunas veces mi madre me llevaba a la casa de mi tía Mercedes para que me juntara con mi primo Richard, yo estaba adaptado ya -a esa corta edad- a jugar solo e inventar mis propias historias y recrearlas con mis compañeros habituales: los muñecos de plástico y los carritos de acero.

            Como mamá era maestra, le resultó sencillo matricularme en el colegio donde ella trabajaba y al culminar el preescolar fui promovido directamente al segundo grado, el cual estaba a su cargo, pues consideraron que el primer grado significaría un atraso en mi educación.

            Mi primer día de clases en el segundo grado aún lo recuerdo. Estaba más que perdido. Era lógico, yo venía de tener compañeros que se hacían pipí en los pantalones y ahora se me presentaba un mundo diferente con pupitres en vez de mesones y lápices, y cuadernos en vez de plastilina y celofán. 

            De esos días recuerdo que cortaba con tijeras las hojas de papel en forma de cuadernillo y dibujaba historietas con personajes de la familia.

También era bueno jugando a las metras, razón por la que una vez recibí una brutal paliza por parte de dos zagaletones a los que ruché y éstos no aceptaron los resultados.

            Después de aquel incidente pasé una semana de reposo en casa y ese tiempo bastó para reflexionar sobre mis actos y comencé a proceder con mesura, pues reconozco que a veces me comportaba como un presumido.

 


CUANDO MUERE UNA ROSA

 

Fue el 14 de noviembre de 1985 cuando me tocó vivir una de las peores experiencias de mi vida: la muerte de mi madre. Ella fue víctima de un paro respiratorio producido por la hipertensión arterial a la edad de sesenta y un años, cumplidos exactamente el día anterior a su muerte.  

En aquel entonces yo contaba con dieciséis años y acababa de culminar el bachillerato. Tenía intenciones de mudarme a San Cristóbal, estado Táchira, a estudiar Periodismo en la Universidad de Los Andes, pero este hecho cambió mi vida de manera radical.

Aquel aciago día, el calor de la noche no me dejaba conciliar el sueño. Mi papá dormía en su habitación y mi hermana en la suya. Mi madre estaba despierta en la sala haciendo no sé qué. Yo presentía que algo no andaba bien en ella y me levanté de la cama con dirección a la sala.

Cuando llegué a la sala, la encontré frente a la ventana tosiendo con la espalda encorvada. Le pregunté qué sentía y me dijo que le dolía mucho el pecho. Inmediatamente corrí hacia mi cuarto para cambiarme de ropa y llevarla al médico.

Tomé las llaves y bajé las escaleras con ella. “Por el ascensor no”, me dijo con dificultad, pero cómo no bajarla por el ascensor si estábamos en un piso trece. La convencí de entrar al ascensor y cuando llegamos a planta baja perdió el conocimiento y la sostuve entre mis brazos.

Unos vecinos que estaban conversando en el estacionamiento me socorrieron y nos montaron en un carro para llevarnos a la clínica. Una vez allí, la tendieron en una camilla y el médico, tras examinarla, me dijo: “Demasiado tarde, ya no hay nada que hacer”.

Lo único que recuerdo que atiné a decir fue: “¿Y ahora yo qué hago?”, y cuando intentaba salir de allí para avisar a mi familia la fatal noticia, el doctor intentó detenerme diciéndome: “Tienes que esperar que venga PTJ”, a lo que yo respondí: “Pues lo lamento pero no puedo esperarlos, si quieren que me esperen ellos” y me dirigí hacia la puerta para ganar la calle.

Analizando fríamente la situación, creo que en aquellos días perdí la noción del tiempo y la cordura, pues mi comportamiento se tornó un poco más esquivo y huraño.          

El mismo día del entierro de mi madre caí en cama, había contraído sarampión, la misma enfermedad que mató a una hermana que nunca conocí.

De esta manera comprobé en carne propia la gran verdad que encierra una frase de Buda, que es de un realismo cruento pero esclarecedor: “Todo fluye, todo cambia, todo nace y muere, nada permanece, todo se diluye; lo que tiene principio tiene fin, lo nacido muere y lo compuesto se descompone. Todo es transitorio, insustancial y, por tanto, insatisfactorio. No hay nada fijo de qué aferrarse”.

Siete años después, me publicaron en el suplemento Contenido del diario El Periodiquito, unas fábula titulada Cuando muere una rosa, en homenaje a mi madre, Rosa Rodríguez de Ortega.    

 

WE SOLD OUR SOULS TO ROCK AND ROLL

           

En qué momento descuidé un poco lo visual y desarrollé más lo auditivo, no lo sé. Lo cierto es que a los siete años mi fanatismo por la música fue tal que le rogué a mi madre que me comprara un instrumento que por mi ignorancia pueril creí que era un pequeño órgano, pero éste resultó ser un acordeón. 

            Una vez que tuve el instrumento entre mis manos lo odié más que a nada. Confieso que jamás pude arrancarle una nota agradable a aquel bendito acordeón y terminé por lanzarlo al fondo de mi caja de juguetes.

Como en casa había elepés de distintos géneros musicales: salsa, merengue, baladas, rancheras, folclórica, bolero y rock, tuve el privilegio de escoger a mi gusto, pues al principio éste era muy variado.     

Pocos años después, a los doce, ya contaba con una vasta colección de cassettes grabados de los Rolling Stones y busqué explorar más sobre la música. Por medio de esta banda conocí otras agrupaciones que condicionaron mi sensibilidad auditiva y me condujeron hacia estilos diferentes dentro del género: rock sinfónico, blues, progresivo, heavy metal, power metal y thrash, entre otros.

Fue así como en una oportunidad cuando hurgaba en una discotienda que encontré un álbum titulado We sold our souls to rock and roll (Nosotros vendimos nuestras almas al rock and roll) de Black Sabbath e inmediatamente me sentí tan identificado que compré el disco y adopté la frase como propia. 

En cuanto al rock en español sentía mayor inclinación hacia las bandas argentinas y españolas. Mis preferencias iban desde Sui Generis hasta Rata Blanca por el país sureño y de Miguel Ríos a los Ángeles del Infierno por la Madre Patria.

Debo reconocer que soy un músico frustrado. Por más que intenté aprender a tocar la guitarra nunca logré sacarle algún acorde agradable a aquel instrumento. La gota que rebasó el vaso fue cuando cursaba estudios en el Conservatorio de Música de Aragua y nos dieron a todos los estudiantes una especie de manual para que lo lleváramos a casa y practicáramos las lecciones.

Yo practiqué día y noche y adelanté como cuatro lecciones ejecutadas con suma dificultad, pero cuál sería mi desagradable sorpresa cuando llegó el día de la evaluación y todos mis compañeros habían adelantado más de la mitad del manual, e inclusive un niño de ocho años que estaba en la clase me superaba en destreza. Desde ese día decidí no asistir más y terminé vendiendo la guitarra. Definitivamente, la música no era mi fuerte. 

A los dieciséis, cuando culminé el bachillerato, dejé crecer mi cabello y cambié la ropa de viejo prematuro que me compraban mis padres por bluyines raídos y franelas negras. Los policías me detenían en cada esquina para decomisar mis correas y muñequeras porque las consideraban armas blancas, pero a mí eso no me importaba. Era todo un rocker.

 

LA METAMORFOSIS

 

Como era notoria mi afición a la lectura –leía en el baño, en las colas, en las camionetas, etc.-, nunca faltó quien me prestara o regalara libros.

Fue así como tropecé con La Metamorfosis, de Franz Kafka, la obra que me voló la tapa de los sesos, hasta el punto de interesarme por el oficio de escribir.

            Mis primeros escritos buscaban imitar con desatino el estilo del checoslovaco tímido y muchos de ellos fueron a parar a la papelera, víctimas del proceso inquisidor que aplicaba sobre mis textos.

 

También me identifiqué con autores latinoamericanos como Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Roberto Arlt, Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, sobre todo cuando leí una entrevista donde el Gabo le confiesa a Vargas Llosa: “Quise ser escritor cuando me di cuenta que no servía para nada”. Eso era yo: un completo inútil.

            Fue a través de un aviso pegado en la cartelera de la Casa de la Cultura, en el que convocaban a los jóvenes con inquietudes literarias para conformar un grupo de lectura y creación coordinado por estudiantes de la Escuela de Arte, que llegué a reunirme con Roberto Santana –a quien ya conocía por el movimiento rockero- y otros aspirantes a escritores, entre ellos César León.

Cabe destacar que a finales de los ‘80 y principios de los ‘90 eran pocos los narradores jóvenes que había en la región. Entre ellos me atrevo a mencionar a Alejandro Ramírez, Moraima Rodríguez, Paul Forigua, Marcos Veroes y Juan Carlos Urbáez. 

Las sesiones de aquel grupo literario no fueron más de tres. Recuerdo que en la última reunión nos levantamos y fuimos en cuadrilla hacia un diario de circulación regional para solicitar que se nos cediera una página para expresarnos. ¿La respuesta? Pues corrimos con suerte de que no nos echaran los vigilantes.

Como ya estaba infectado por el gusanillo de la creación me dirigí a la Coordinación de Literatura de la Secretaría de Cultura con una carpeta repleta de textos bajo el brazo y solicité una entrevista con el coordinador de aquel entonces, Wilfredo Carrizales.

En la oficina me recibió el asistente del coordinador, Efrén Barazarte, quien me dijo que en ese momento no se encontraba su jefe y que podía dejarle la carpeta. Me prometió que se encargaría de leer los textos y me daría su opinión en una semana.

Transcurrió la semana y Barazarte aún no había leído un solo texto de la carpeta que le entregué y creo que para librarse de mí me sugirió que me inscribiera en un taller de Literatura que estaba por comenzar, dictado por un reconocido poeta de la región, Harry Almela.

            Santana, uno de los sobrevivientes de aquel grupo de estudiantes de Arte, se había integrado a ese taller y me convenció de que participara en él. Una vez allí tuve como compañeros a Miriam Kasen, Rómulo Aponte y Paul Forigua.

En la primera sesión fui seleccionado por unanimidad para ser el primero que mostraría sus textos e ingenuamente me creí privilegiado.

 

Ese día me presenté con varias copias de un cuento llamado Hidra de Lerna (creía que era mi mejor obra) y las repartí entre los talleristas y el coordinador. Cuando Almela terminó de leer, una avalancha de opiniones nada halagadoras cayó sobre el relato, sin yo poder defenderlo de sus detractores, pues una de las reglas del taller era analizar el texto como si el autor no estuviera presente.

Después de aquel incidente asistí un par de veces más a ese taller y decidí no continuar. Algo había aprendido de aquella amarga experiencia: Debía pulir mi estilo y buscar mi propia voz.

Fue a principios de los ‘90 cuando el escritor Armando Navarro vino a Maracay a dictar un seminario y allí conocí a un novel narrador que vivía en Santa Rosa, Leonardo Maicán. Él acababa de ganar el premio interliceísta y estaba ávido por integrarse al gremio de los poetas.

A partir de ese momento nos hicimos amigos y me habló de su antiguo profesor de Castellano en bachillerato, Alberto Hernández, quien coordinaba un suplemento de Literatura en un diario de circulación regional.   

 Sin pensarlo dos veces, tomé nuevamente mi carpeta y me dirigí a ese diario. En la recepción solicité la presencia del profesor y la recepcionista me preguntó: “¿De parte de quién?”. Yo le respondí: “¡Dígale que es el escritor Rafael Ortega!”.    

Esperé un rato sentado hasta que la figura de un hombre delgado y barbudo se detuvo frente a mí y me preguntó sonriente: “¿Tú eres el que me solicita?”. 

Como jamás le había visto en mi vida no tuve miedo de exponerme al ridículo en ese momento y le expliqué que había escrito algunos relatos y estaba interesado en publicarlos.

Hernández tomó la carpeta y me dijo que leería los textos detalladamente y escogería los que considerara publicables. En agosto del ‘92 vi por primera vez uno de mis relatos en el suplemento Contenido del diario El Periodiquito.

Unos años más tarde se mudó a Maracay un caraqueño que traía un poemario publicado: Vida en común. Se trata de Manuel Cabesa, que en aquel entonces se encargaba de la Sala Audiovisual de la Biblioteca Pública Agustín Codazzi y en aquella oportunidad instalaba una exposición de poemas y máscaras junto a otro poeta del patio: Guillermo Cadrazco.    

            Conocí a Cabesa meses después en la inauguración de un Salón Aragua a través de Maicán, quien había participado con un poema en la mencionada exposición.

            Leonardo Maicán acababa de publicar Duelo de ases y yo le había ayudado a seleccionar el material, pues acostumbrábamos leer nuestros textos en voz alta, entre trago y trago, de plaza en plaza, no sé si para analizarlos o justificar la bebida.

            Después del Salón Aragua me aparecí en la biblioteca con mi carpeta bajo el brazo, esta vez con los textos publicados en prensa, y se la entregué a Manuel Cabesa, quien la recibió vacilante.

            A los pocos días me llamó por teléfono para brindarme unas cervezas y devolverme la carpeta. Cuando entré a la tasca donde me esperaba me dijo antes de que me sentara frente a la barra: “No acostumbro leer material inédito y tampoco soy amigo de malos escritores, así que si no me hubiesen gustado tus cuentos no te habría llamado”.

            Desde ese momento el muchacho de Santa Rosa, el caraqueño y yo comenzamos a intercambiar opiniones hasta el punto que escribimos un relato a seis manos, titulado Historia de la noche y el alba.

            Con el tiempo me fui relacionando con otros escritores de la región, a quienes ya había visto con anterioridad en actividades relacionadas con la cultura, tales como Aly Pérez, Rosana Hernández Pasquier, Yadira Pérez, Isabel Rivas, Eleazar Marín, Mariozzi Carmona, Manuel García (Max Bembo), Héctor Torres, Jorge Gómez Jiménez, Beatriz Mester, Zuray Marcano, Jaime Betancourt, Rubén Serrano y Erasmo Fernández, a quien conocí en una pelea.

            El día del encuentro con Erasmo yo andaba con unos artesanos y uno de éstos discutió con un amigo de él no sé por qué razón. Ellos eran tres y nosotros también, pero quien se fajaría conmigo resultó ser el negro Jaime Ramón, el compañero sentimental de la poeta Zoraida García en sus últimos años de vida.

-No puedo pelear, estoy herido. Hace unos días me dieron una puñalada en la espalda –me dijo el negro.

-No te preocupes, ni siquiera sé por qué están peleando –respondí.

            Simplemente nos limitamos a observar la trifulca y a conversar sobre Zoraida.     

 

DOCE AÑOS DE CONTEMPLACIÓN

 

            De los 16 a los 28 años sólo me dediqué a leer, escribir, ir al cine, asistir a seminarios, beber y conversar con los amigos.

            Por supuesto que continué mis estudios y ejecutaba uno que otro trabajo esporádico, pero me resultaba esencial la vida contemplativa.

            En aquel momento era buen lector de Hesse, devoré en un santiamén Siddartha, Bajo las ruedas, El lobo estepario, Demian, entre otras obras, así como textos de filosofía y religión que llegaban a mis manos.

Fue así como empecé esa búsqueda espiritual tan común entre los jóvenes. Mi madre acababa de fallecer y yo necesitaba creer en algo. 

 

            El hecho de no haber sido bautizado me facilitaba las cosas al momento de entrar y salir de cualquier secta o religión. Asistí a reuniones de evangélicos, católicos, devotos de Sai Baba, metafísicos, budistas, mormones, agnósticos, existencialistas, nihilistas, espiritistas, brujos, hippies, neonazis, charlatanes, traficantes, vikingos, chulos y ladrones.

            Como no me sentí a gusto en ninguna parte, decidí continuar mi camino y declararme librepensador.

 

ERÓTICOS, EROTÓMANOS Y OTRAS ESPECIES

 

            El erotismo en mis relatos es casi un factor común. Quizá se deba a que desde mi infancia mantuve una silenciosa curiosidad por el sexo.

            De hecho, cuando tenía siete años pasaba horas dibujando la silueta de Iris Chacón en mi cuaderno de tareas y en una ocasión, cuando buscaba una revista para copiar una figura, descubrí una pornográfica bajo el colchón de uno de mis hermanos mayores y me la llevé a la casa de mi tía para mostrársela a mi primo.

            Como Richard fue criado por mujeres y Edgar, su hermano mayor, estudiaba Ingeniería Química en México -en su casa no había ningún patrón masculino digno de imitar-, yo pensé que mostrándole la revista iba a entender cuáles serían nuestras funciones cuando llegáramos a la edad adulta. 

            El muy ingenuo tomó la revista y fue directamente donde estaba su madre: “Mami, Rafa trajo esta revista y mira lo que me pasó”, le decía a mi tía mientras se bajaba el short para mostrarle su erección.

            Luego de un regaño por parte de mi mamá, mi tía y mi abuela, pasaron meses para que volviera a ver a mi primo.

            Años después, cuando se oficiaba una misa en memoria de mi madre, una voz  en mi interior me obligó a salir de allí y fui a parar a las puertas de un local nocturno. Tenía dieciséis años y era la primera vez que entraba a un burdel.

Serían como las siete de la noche cuando llegué a aquel lugar. Estaba nervioso pero no sentía miedo. Era como si debía cumplir una misión arriesgada, un ritual de honor. El ritual de mi iniciación. Caminé por un pasillo casi en penumbras alumbrado por una tenue luz roja hasta una sala igualmente de oscura donde estaban las mujeres sentadas en hilera.

Como no convenía que me detallaran mucho, pues descubrirían fácilmente que era menor de edad tan sólo con mirar mi cara, abordé a una mujer que estaba de primera en la fila y la invité a la habitación.

Se levantó, me dijo “vamos, papi” y caminamos por un pasillo que conducía hacia las habitaciones. Una vez en el cuarto, la mujer encendió la luz y ambos nos asombramos al vernos: “¡Dios santo, si eres un niño!”. No supe qué responderle y sólo me encogí de hombros.

Era mujer madura, como de unos cuarenta años, de piel curtida y rasgos indígenas. Por su acento deduje que era colombiana y en sus labios mostraba una sonrisa jovial que contrastaba con aquel lugar tan deprimente.

- No importa, éste será nuestro secreto -prosiguió la mujer-. Yo te enseñaré todo lo que tú quieras. Seré tu profesora.        

            La experiencia fue traumática. Era un novato –a pesar de que a los quince años sostuve un encuentro furtivo con una compañera de clases mayor que yo- Me sentí en aquella fría cama de lenocinio como un simple saco de papas.

 

VIDAS Y OBRAS

 

            En cuanto a las lecturas que han influido en mis obras reconozco que destacan El delta de Venus de Anaïs Nin, Trópico de Cáncer de Henry Miller, Justine del Marqués de Sade, Decamerón de Bocaccio, En el camino de Jack Kerouac, algunos relatos de Charles Bukowski, Ednodio Quintero y Alberto Jiménez Ure.

            Otra obra que marcó mi existencia fue Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano. Este libro encierra grandes verdades acerca de la barbarie que caracterizó a la conquista y la explotación de que fueron víctimas nuestros países latinoamericanos.

Siempre lo he considerado como un libro peligroso, ya que la primera vez que lo leí sentí la imperiosa necesidad de salir a la calle y quemar cauchos en la vía pública en protesta contra el Imperialismo, cuando la reacción correcta sería analizar minuciosamente los hechos con la intención de corregir las fallas del pasado para lograr un mejor presente y un futuro provechoso para nuestros descendientes.

   Durante mi adolescencia hubo una época en que necesitaba explorar nuevos horizontes y tenía curiosidad por conocer el mundo de los marginados, pero resulta que en ese mundo no sólo conocí a marginados, allí también me topé con doctores, abogados, psicólogos, artistas y toda una gama de profesionales que llevaban doble vida.

Cuando abandoné la vida disoluta no fue por prejuicios sociales, pues jamás los he tenido ni soy quien para juzgar a nadie, sólo que los excesos empezaban a generar cambios de conducta en mi personalidad.

 

OTRA VEZ LA MUERTE

 

Confieso que mis relaciones con mi padre nunca fueron las mejores. Mientras viví con él sostuve grandes diferencias que hicieron que me fuera de casa y más tarde fueron limadas de la manera más triste: Cuando cayó en cama por una enfermedad terminal.

Mi papá siempre fue un bebedor empedernido y fue precisamente la bebida la que lo llevó a la muerte. En noviembre de 2002 su salud se vio seriamente quebrantada y le diagnosticaron cirrosis hepática. Los daños en el hígado eran ya irreversibles.

En aquel entonces yo estaba casado y vivía alquilado junto a mi esposa. Mis hermanos me plantearon que me regresara a la casa materna con mi mujer y entre ambos nos ocupáramos de él. Ellos se encargarían de suministrar el dinero para el tratamiento y los medicamentos.

Luego de consultarlo con mi esposa decidimos mudarnos y desde un principio me sentí como un extraño en la casa donde crecí. Mi papá estaba contento de tenerme de vuelta y cada vez que podía me lo decía.

Yo me esmeraba por atenderlo y poco a poco fui entendiendo que había perdido gran parte de mi tiempo alimentando un absurdo rencor hacia él.

En la mañana del 16 de abril de 2003, un miércoles santo, cuando entré a su habitación para asearlo y darle sus medicamentos, lo encontré en posición fetal totalmente rígido sobre su cama. Jesús María Ortega había fallecido en horas de la madrugada.

 

¿UN ESCRITOR COMPROMETIDO?

 

Desde 1992 soy colaborador de suplementos culturales del país. He sido jurado en concursos literarios del estado Aragua. Algunos de mis relatos aparecen en las antologías Narrativa Aragüeña en Tierra de Letras (1997), Narrativa de Aragua (1997) y Muestra de Minificción Aragüeña (2001) y hasta los momentos tengo cinco libros publicados.

En el año 2002, por paradojas de la vida, el antiguo asistente del coordinador de Literatura terminó siendo el editor de mi primer libro de relatos La última sutileza del Diablo, a través del Fondo Editorial de la Secretaría de Cultura, y diez años después fue publicado Brindemos por la derrota seguido de dos libros de investigación periodística en arte y un poemario.

Ahora sobrepaso los cincuenta años, soy comunicador social y continúo metido en esto de la Literatura aunque mal pague, sigo siendo fanático del rock, del blues y de vez en cuando me gusta conversar con los amigos.

No tengo ninguna clase de compromiso político porque la política no me parece algo tan serio que requiera obligación y comparto lo que una vez declaró Cortázar: “Nunca he conocido un buen escritor que fuera comprometido a tal punto que todo lo que escribiera estuviese embarcado en ese compromiso, sin libertad para escribir otras cosas”.

Considero que el único y verdadero compromiso del escritor no es otro que la Literatura, pero manteniendo siempre por encima nuestro criterio sobre la problemática del país en que vivimos sin caer en fanatismos, claro está.

Con esto no cuestiono a quienes se sientan comprometidos con algún partido o movimiento político, pues respeto las ideologías de cada quien, pero si al momento de escribir un relato donde se pretenda hacer una crítica al sistema se anula o empobrece la parte literaria y se convierte en una especie de ensayo disfrazado, o bien la literatura es más fuerte y opaca el mensaje, se perderá la moraleja que el autor pretende transmitir a su lector. 


 




(1) Digo “supuestamente” debido a la polémica generada en estos días sobre la autenticidad de las imágenes que los norteamericanos mostraron al mundo a través de la televisión.

3 comentarios:

  1. Excelente relato autobiográfico de mi querido pana Rafa, a quien considero junto a mi otro amigo: "Gandhi" Maican, entre los mejores escritores aragüeños del momento. Gran narrador, notable periodista y mejor persona, con una vida de novela, pletórica de genuina filosofía callejera, que nutre indudablemente su icónica prosa. Claudio González Luna.

    ResponderEliminar
  2. No lo leí todo. Lo haré luego. Pero me impactó lo semejante en algunas cosas a mi historia de vida. César León

    ResponderEliminar
  3. maravilloso conocer mas de la dimension humana de Rafael Ortega en este viaje terrenal temporal. interesante y agradable cronica que en varios parajes se asemejan a los nuestros, los procesos que acompañan el crecimiento, las perdidas de lospadres,los hermanos que no lograron desarrollar su vida,los personajes en comun y se queda uno con ganas de seguir leyendo una segunda parte de esta cronica.Gracias por la entrega de la misma

    ResponderEliminar

Los blogs se alimentan de palabras, gracias por dejar sus comentarios en el mío.
Un abrazo,
Rafael Ortega