Leonardo Maicán
Rafael Ortega
Ahora mismo te encuentras en casa, en el dormitorio donde nacen y mueren tus sueños. Estás ahí, sentado en el taburete de siempre y la máquina te mira en silencio. Sientes escalofrío (miedo a la hoja en blanco) y el calor inmenso. De nada te valió haberte bañado con agua fría. El termómetro arde. Un segundo antes de desvirgar la hoja, pulsas el botón del ventilador. Había una vez un anciano cascarrabias que echaba humo por los oídos y culebras y mierda por la boca cuando le decían Candela en vez de Candelario, su nombre. Quieres escribir más rápido que tus dedos y tu mente te ataja: por un instante piensas en Maga, la mesera pelirroja (siempre se lo tiñe) que te vuelve loco: cierras los ojos con magia y tratas de olvidar al viejo Candela (lo congelas con muleta y todo). Sí, allí tienes a la Maga en carne y hueso (más carne que hueso) caminando de mesa en mesa y de cliente en cliente. Se ríe con los dientes y no con las mejillas. Esa minifalda de flores rojas combina con la sangre que te sube a la cabeza y te dices que la chica tendrá unos treinta años: anoche estuviste a punto de preguntarle su edad, pero te dio pena. No es que seas tímido: eres una persona discreta y moderada y educada. Sí, te la imaginas también con esa blusa marinera que le baila sobre los hombros como una rumbera. Así iba vestida anoche (tú solo te tomaste media caja de cervezas) y antenoche y todas las noches pasadas. El uniforme le cuadra mejor que a las otras. Que a Raquel, que a Marisol, que a Ingrid. Será porque eres más bonita y joven. Escribes como un tornado. No se te escapa una. Miras el reloj y las paredes te dicen que son las dos y nueve de la tarde. Sabes que tienes que darte prisa con el cuento ese del anciano cascarrabias que ahora parece cobrar nuevamente vida y avanza a muletazos hasta la pequeña plaza del barrio. Por fortuna tiene una pierna sana y vive cerca de aquí. Tienes que apurarte con el relato ese porque esta misma tarde tienes que entregarlo al licenciado Benítez, director de la revista El Piojo. Te sientes de pronto cansado, te levantas y vas directo a la nevera. Agua, vaso, hielo. Aún perdura el maldito ratón. Ahora te encuentras nuevamente frente a la máquina. Lees con ojos de crítico el relato. Te asombras con A de angustia. Alguien (durante el par de minutos que permaneciste fuera del cuarto) ha terminado el cuento acerca del anciano que está sentado en un banco junto a una mata de guásimo que sombrea su espíritu y su nostalgia. No he sido yo quien lo ha completado, piensas. No he sido yo, y entonces (desconcertado) buscas debajo de la cama y dentro del escaparate. No hay nadie en casa, excepto él. Se rinde ante la evidencia: seguramente (pensaba en la magia de la Maga) ha estado escribiendo como un autómata, o quizás (este razonamiento lo cautivó) ha podido dormirse frente a la máquina y sus pensamientos acerca de su amor secreto hayan sido —de esta manera— un sueño único e irrepetible (algo le decía que nunca más volvería a soñar con ella). Así, pues, ¡había escrito el relato mientras dormía! ¡Era un narrador-sonámbulo! Miras el azul de las paredes y el reloj grita que son las tres y nueve y el sol camina. Entiendes que tienes el tiempo medido y sales a la calle. Llevas contigo la cuartilla. Cruzas la avenida principal y tomas el norte: una, dos cuadras; cruzas luego a la izquierda (¡cómo te gusta andar a pie!). Te confieso que a mí también me gusta. A veces, cuando no tengo nada que hacer, me pongo los zapatos de goma y un mono y un bolso terciado a la espalda (en el cual llevo una cantimplora y un par de libros del siglo XVII) y camino por todos los rincones de la ciudad, desde el alba hasta el crepúsculo. Tú no te acuerdas de mí, estoy seguro de ello. Me llamo Efraín Cubillas y no tengo edad. Soy un personaje tuyo, creado por ti, a quien tú mismo malograste, aquella tarde de julio cuando me llevaste a conocer el fuego. De pronto no te gustó la historia y tiraste el papel a la papelera (hubiese preferido que la quemases). He logrado sobrevivir gracias a mi capacidad para crear. Eres, sin saberlo, un personaje de un personaje tuyo. Eres el otro. Caminas despreocupadamente por una acera anónima. Falta poco para llegar a la sede de la revista El Piojo. Entre tanto, te entretienes con la historia: Candelario Cibeles enciende un cigarrillo, fuma el mismo humo, inagotable. Dos muchachos que bajan a la escuela se burlan de él: ¡Viejo Candela, Candela, Candela! La voz del anciano salta en persecución de los chicos; esa voz acerada, como pronunciada por un hombre joven y robusto, los va convirtiendo en sapos, culebras, piedras, truenos, cebollas, poemas... Atraviesas la plaza, miras al señor Cibeles y sonríes. Lo saludas afectuosamente. El anciano devuelve el saludo, se calma. El pobre ignora que sólo existe en la historia, en el cuento, que sólo es ficción. Sí, le dijiste "hola" al viejo Candela y te detienes en la esquina. El semáforo cambia a rojo y pasas a la otra esquina (frente al bar donde trabaja la pelirroja de mentira). Miras al cielo: las nubes te responden que son exactamente las cuatro y nueve minutos (falta poco menos de tres horas para que comience la faena de Maga). Sigues de largo, entras a un pequeño e incómodo edificio y vas comiéndote (uno a uno) los peldaños del primer piso, y los del segundo, y los del tercero. Finalmente, te detienes frente a una puerta de madera, tocas el timbre. Esperas. Por tu cabeza giran ideas de cualquier calibre. Esta vez no me voy a dejar envainar con el vivo de Benítez. Le voy a decir que este cuento —a pesar de su corta extensión— es único e irrepetible. Le diré que lo creó un sonámbulo mientras soñaba. Y que ese sonámbulo soy yo. Que es exclusivo. Que vale más que los anteriores, puesto que lo escribió sin escribirlo. No le digo mentiras, señor. ¿Cuándo le he mentido? Nunca, ¿verdad? ¿Me conoce usted por neurótico? No, ¿verdad? Y das media vuelta y sales nuevamente a la calle, feliz. Sabes que con esa cantidad puedes darte el lujo de beberte una botella de exquisito whisky escocés y de llevarte a la Maga a la cama (tratarás por todos los medios de conquistarla). Ahora el tiempo se ha vuelto brusco, apetecible. Entra al bar. No ha llegado aún la chica de sus sueños (apenas son las cinco de la tarde). Pero sí están —sonrientes— Raquel y Marisol. Te sientas en la barra y pides una cerveza. Te sientes más seguro que nunca, pues dentro de dos horas verás a tu chica. De pronto, entre trago y trago, ves entrar a un sujeto moreno, de unos veinticinco años, que se sienta junto a ti. Lo miras con disimulo. Piensas que el individuo se parece —físicamente— a un personaje de una historia que tiraste hace unos días al olvido de la papelera.
II
Blanco. Blanco. Hace frío y todo es blanco. El malestar preside su razonamiento. Blanco. ¿Encontraría a la Maga? La frase viene sola, sin contexto. Hace frío. Lowry. Sí, un autor que concibe una novela que luego se transforma en su vida. Escribir. Tiene que escribir, se dice. Pero no ahora. El malestar. Hace frío. Todo es blanco.
III
Pides otra cerveza que el caballero moreno insiste en pagar. Aceptas sin remilgos y le das las gracias parcamente. Tratas de improvisar una conversación que sea amena para que te ayude a matar el tiempo mientras esperas a Maga. Quién quita que este sujeto tenga algo interesante para contar. Los minutos corren a paso de tortuga y de aquella conversación improvisada no consigues extraer nada para lograr un buen relato. ¡Qué ladilla —piensas—, me salió cara esta cerveza! No entiendes por qué razón cada vez que decides entrar solo a un bar y te ubicas en la barra, siempre tiene que haber un imbécil que te cuente sus insulsas preocupaciones; como si no fuera suficiente con tus propios problemas existenciales: pagar el alquiler del cuchitril donde (sub)vives, lidiar con tus vecinos (que cada día te resultan más mediocres), pagar la cuenta del restaurancito de la cuadra (por la comida rancia que te fían), buscar las "atmósferas" necesarias para crear un buen relato (para que luego, al entregárselo al licenci(oso)ado Benítez, no vaya a decir que es una mierda y te saque a patadas de su oficina), soportar el peso de tu soledad (de no tener a Maga), tener que soportar las elucubraciones intelectuales de la cuerda de locos que te rodean; en fin, cuando no es algún frustrado, se trata de algún marica que pretende conquistarte a fuerza de tragos y verbo(gono)rrea pervertida. Como la otra noche, cuando estabas tan borracho que caminabas recostándote de las paredes, un joven de rostro de porcelana (después de invitarte unos tragos de vodka con jugo de naranja) se ofreció a llevarte a tu casa. Sabías qué era lo que quería y lo dejaste toquetear tímidamente la bragueta de tu pantalón (con la intención de que pagara la cuenta porque tú andabas en quiebra). En un momento de descuido (cuando el niño de porcelana fue al baño) emprendiste veloz huida, a tumbos hacia tu cueva. Observas con insistencia tu reloj para calcular el tiempo que resta para que cruce por esa puerta la chica que te trae de cabeza. Palpando tu billetera, piensas que esta noche la invitarás a una copa y le abrirás tu corazón. ¡De esta noche no pasas, Maga! Por un instante te detienes a pensar si no tendrá algún pretendiente. La sangre entremezclada con la cerveza se te sube a la cabeza cuando la imaginas con otro. Serías capaz de escribir un relato donde todos sus enamorados sucumbiesen trágicamente ante tu implacable pluma. Palpas de nuevo la cartera para asegurarte que el dinero aún está allí, no se ha ido volando. Recuerdas la labia que le metiste al licenci(oso)ado Benítez esta tarde, cuando estuviste en su oficina. Te produce gracia la manera en que aquel viejo verde te recibió, después de haberlo pillado la otra noche metiéndole mano a una carajita que podría ser su nieta dentro de su automóvil estacionado frente a la plaza. Exageraba en ser amable, tal vez pensando que serías capaz de ir con el cuento a la cuaima de su esposa si no te publicaba el relato. Puede ser que éste no haya sido tu mejor cuento, pero de lo que sí estás seguro es que fue el mejor pagado. De todas formas, agradeces en el fondo de tu corazón esta oportunidad que te brinda la vida. Miras hacia la izquierda, donde aquel sujeto moreno no ha dejado de confesarse. Te preguntas si aquel tarado no se habrá dado cuenta de que no le has prestado la más mínima atención a su historia. Si le hubieras escuchado, sabrías de quién se trataba. Vuelves a mirar tu reloj, justo en el momento en que entra la pelirroja oxigenada. Pasas la mano por tu ralo cabello y te secas el bigote con la servilleta. La chica se dirige al baño y cierra la puerta. Notas que el caballero moreno ya no está sentado en la barra y sientes un alivio de que se haya ido. Magaly (o Maga), sale del baño con otra ropa que resalta más sus atributos físicos. Se acerca a una mesa para limpiarla con un paño, mientras contemplas embelesado la manera como se contonean sus nalgas al ejecutar dicha operación. Del urinario sale el sujeto moreno, que hacía unos momentos estaba fastidiándote con sus confesiones, con una botella en la mano. Se acerca a donde está Maga y estrella la botella contra la mesa sin soltar el pico. Ésta, al mirar la cara de su atacante, lo reconoce y lo llama por su nombre. El caballero moreno, luego de vociferar imprecaciones, la toma por los cabellos y coloca el arma improvisada sobre su cuello. Sigilosamente, te acercas por detrás del sujeto y le rompes una silla en la espalda. El hombre soltó a la mujer y se dio vuelta para hacerte frente. Te cuadras confiado en que debía estar mareado por el silletazo, pero no fue así. En segundos, sientes un golpe en la nariz que te hace recular y ver todo borroso. Varios hombres que miran la escena acuden en tu ayuda y se lanzan sobre el moreno. Aprovechándote de la trifulca, tomas a la chica de la mano y la sacas del lugar. ¡Definitivamente, Maga, esta noche darás de comer al pajarito!, piensas mientras la conduces hacia la calle prendida de ti, sintiéndote todo un caballero andante con la nariz rota.
IV
Despierta. Lo despierta el malestar que asciende desde el esófago hasta la garganta. Blanco. Abre los ojos y en la oscuridad descubre que todo es blanco. A su mente sólo llegan palabras aisladas: blanco, malestar, escribir... Hace tres años que no escribe una línea. A veces sueña con relatos que al despertar no logra trasladar al papel, queda de ellos una bruma etérea que no significa nada. El malestar ataca de nuevo. Quisiera que el sueño volviera, estar con Magaly. La Maga. ¿Encontraría a la Maga?, Cortázar. Sabía que este sueño era también una traición, ni siquiera puede soñar sin que la influencia de lo leído intervenga borrando toda originalidad. Cierra los ojos. Quisiera saber la hora, pero cuando lo internaron le quitaron el reloj junto a las demás prendas. ¿Estuvo en el bar o fue parte de ese sueño obsesivo donde escribe innumerables historias que vende a hipotéticas revistas por grandes sumas de dinero, como si alguna vez su trabajo literario fuera reconocido o remunerado por alguien que no fuera el vacío en que quedaban una vez escritos? En el bar seguro que estuvo, es la antesala para llegar aquí. Pero ¿hace cuánto que está aquí? Abre los ojos y reconoce el blanco familiar de la habitación. Hace frío. Alguien, quizás la enfermera de guardia, olvidó cerrar la ventana y la brisa fría de la madrugada se cuela impunemente en la habitación agudizando el malestar que siente. Piensa que no puede seguir viviendo así. En principio, debería dejar de beber. Cada vez que realiza la misma promesa termina por romperla. Como Malcolm Lowry. Siempre fue su escritor favorito. Cuando escribió sus primeros cuentos, esos de los cuales ya no quiere ni acordarse, soñaba con escribir una novela como Bajo el volcán, pero lo fue dejando para después, cuando fuera el momento oportuno, mientras se conformaba con escribir inútiles reseñas sobre libros estúpidos que nadie leía. Ahora se ha convertido en un personaje de Lowry: alcohólico y pusilánime. Ya no soporta el frío y el malestar lo acosa. Se levanta de la cama y casi se arrastra hasta el balcón. Las luces del alba se asoman sobre la ciudad. Quizás su historia pueda ser escrita por otro, piensa mientras las luces de los alumbrados ceden su paso al amanecer. Es por desesperación, podría jurarlo. Ya no soporta más. Su vida se ha convertido en una desgracia, así que lanzarse por el balcón le parece la solución más lógica a todos sus problemas. No tiene tiempo para pensar, el amanecer se abre en el cielo como una flor. Siente que el malestar asciende de nuevo hasta convertirse en una náusea mientras mira hacia abajo tratando de calcular cuántos metros hay hasta la calle. Ya no tiene dudas. Respira profundo y se lanza al vacío. En el instante en que sus pies abandonan el piso donde se sostenían se arrepiente, pero ya es tarde. El aire golpea bruscamente su cara. De pronto, mientras cae, recuerda una frase leída en las Memorias de Adriano: "La vida es una derrota aceptada".
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Rafael Ortega