-Manuel Cabesa-
A Ella, mi fuerza y mi forma, ante el paisaje
J.S.P
De todos los neologismos que han aparecido últimamente "empoderarse" es el más triste porque encierra dentro de su aparente atractivo una violencia silenciosa.
Significa simplemente que hemos dado tanto valor al poder que deseamos encimarnos en él, nos obligamos a asumirlo como meta y destino, como símbolo de logro y representación social.
Avanzamos a ciegas a la búsqueda de utopías cada vez más esclavistas: la felicidad, el poder: la felicidad del poder, el poder de la felicidad, variaciones de un mismo discurso que atenta contra la naturaleza misma de las libertades que son inherentes al género humano: la capacidad de discernir y habitar nuestro destino.
La felicidad como una especie de horizonte que se aleja mientras caminamos hacia ella, que nos pone gringolas que impiden vivir la realidad que nos rodea, sopesarla y darle la forma de nuestros anhelos.
Porque la felicidad es siempre tránsito nunca llegada, está diseñada para el futuro nunca para el presente.
"Los hombres fuimos nómadas y, en cierto modo, seguimos siéndolo. Todavía nos ilusionamos con la idea de que, en otra parte, todo es mejor. Todavía imaginamos que la felicidad está siempre un paso más allá, en la próxima estación de la vida", escribió Tomás Eloy Martínez en 1996.
Mientras que "empoderarse" es la imposición de unos sobre otros sin importar las distinciones.
El poder es una enfermedad que se expande en una epidemia sin límites, corrompe sin compasión, debilita voluntades y valores: tomar el poder, asumir el poder, empoderarse bajo cualquier circunstancia y dejar de ser quienes somos para ser aceptados por la mayoría que desconoce la amistad, la lealtad, el amor, el honor y la nobleza de los sentimientos y sólo toma en cuenta el esfuerzo, los desafíos, la apariencia, los sacrificios que sólo perviven en la banalidad del diario subsistir.
A esto hemos llegado...

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Rafael Ortega