sábado, 4 de enero de 2025

Mi lectura de Cumboto

 


-Leonardo Maicán-

 

A 64 años de la edición príncipe de Cumboto, quiero compartir mis impresiones acerca de esta novela del venezolano Ramón Díaz Sánchez (1903-1968). La obra, que representa esas pequeñas Áfricas tatuadas a sangre y fuego en la piel de América, constituye una caja negra cuyo registro de vuelo intentaré descifrar con mis limitados medios. Lamentablemente, el ejemplar del que me he valido para mis consideraciones, pertenece a una vetusta edición sin año ni lugar específico de impresión.

Cumboto pertenece al regionalismo tardío, esto es, que afloró en un momento en que el longevo huracán que significó el realismo en la novelística hispanoamericana, y que vivió su clímax con Doña Bárbara (1929), daba sus últimos coletazos. Si la citada obra del maestro Gallegos es la novela representativa de los Llanos, Cumboto pues simboliza la tierra ardiente y mágica de la negritud.

Natividad, personaje-narrador que cuenta los acontecimientos en primera persona, es el principal armador de la historia. Desde un presente minado de incógnitas y misterios, el narrador suele pegar saltos al pasado valiéndose de la lectura de documentos y de la invaluable ayuda que le ofrece Abuela Anita (llamada así en toda la comarca), antigua esclava que es una verdadera memoria viviente. Salvo estos saltos al pasado, indispensables para reconstruir tanto ciertas historias individuales como la de la hacienda, el resto de las acciones discurre durante las últimas décadas del s. XIX y las primeras del XX, vale decir, desde la infancia de los personajes principales (Natividad y Federico) hasta su plena madurez.

En Cumboto se cuenta la historia de la hacienda de igual nombre, y en cierto modo, la de sus habitantes. A lo largo de diferentes etapas, diversas familias de blancos ostentaron la titularidad de estas tierras, como los Lamarca y los Zeus. Don Federico, último dueño de la heredad, lleva sangre de ambas familias. Hombre de carácter melancólico, amante de la música clásica y educado en Europa, Federico Zeus se enamora de una linda afroamericana llamada Pascua (Ana Agustina), quien le da un hijo al que Federico no conoce sino al final de la novela, cuando ya la criatura es un hombre.

                                                   Ramón Díaz Sánchez

 

Al lado de don Federico se yergue la figura del siervo Natividad, contemporáneo suyo, cuya fidelidad hacia al patrón ha resistido los embates de la rutina y el tiempo. Criado en la Casa Blanca, hogar de los Zeus-Lamarca, Natividad conoce de primera mano las maneras y costumbres de los blancos. De niño, aprende a leer, y su curiosidad lo lleva a incursionar en la biblioteca de la Casa Blanca. Y como busca resolver ciertos enigmas que lo angustian, emprende reiteradas visitas a una biblioteca mucho más interesante que la modesta de la Casa Blanca: El interior de la hacienda Cumboto, con sus exuberantes paisajes, grandes árboles de verde follaje, los trinos de las aves, el río, los cocales, las chozas de palma y adobe, la tierra…En este espacio macondiano de siete leguas, Natividad estrecha sus contactos con negros y mulatos, sus pares. De los mayores, oye con fascinación todo tipo de historias, desde cuentos de aparecidos hasta episodios personales durante la Guerra Federal. Es así como Natividad, tras ardua labor, ha logrado finalmente despejar muchos de los misterios que se cernían sobre él, la Casa Blanca, los Zeus-Lamarca y la hacienda Cumboto.

 

II

Influenciados por el positivismo, los novelistas del regionalismo (variante del realismo), entre ellos Ramón Díaz Sánchez, buscan en nuestro cuerpo como Nación no solo identificar las “enfermedades” sociales, sino también los virus causantes de dichos males. Y partiendo de ahí, aplicar las respectivas “vacunas”. De este modo, pensaban, podremos escalar con firmeza los peldaños del progreso. Uno de estos “virus” es el elemento indígena, y sobre todo, el componente afro, la negritud. (No es mi creencia. Solo trato de interpretar las ideas de estos pensadores.) Así, no es mera casualidad que el único personaje indígena de Cumboto sea una joven prostituida llamada Pastora, con cierto grado de retardo mental, que haciendo gala de su nombre es “pastoreada” a toda hora y lugar por los muchachos negros y mulatos de la hacienda, como en un rito de iniciación sexual.

El mensaje de la novela es duro: Los negros (y los indios) no podrán nunca encontrar por sí mismos la senda del progreso, pues son considerados por estos círculos de intelectuales como etnias menores de edad. Veamos algunos ejemplos. “Aficionado a la parranda, los negros y los mulatos suelen terminar sus fiestas a cuchilladas, palos y cabezazos” (p.19). Y unas líneas más adelante: “(…) el negro es alegre e ingenuo como los niños. No existe un negro que no crea a pie juntillas que los animales hablan”. La misma india Pastora, pese a que no es una niña, se nos presenta intelectualmente como una menor de edad. Pues bien, la “vacuna” que propone el autor para corregir el mal es el “blanqueamiento”. La literatura hispanoamericana del s. XIX y buena parte del XX abunda en ejemplos de tal especie; ya como propuesta, o como denuncia social. Y aun es palpable en cierta literatura más cercana a nuestro tiempo. Piénsese por ejemplo en una novela como Los 4 reyes de la baraja (1991), de Francisco Herrera Luque, donde en el capítulo último destacan dos casos que nos vienen de perla.

Este blanqueamiento propuesto en la novela Cumboto, y por extensión al amplio espectro “afro-indio-pardo” de la sociedad venezolana no es solo de orden étnico, sino también de orden social, cultural y religioso. Por ello es que Natividad, que por su crianza es proyección de la conciencia mantuana y europea, siente una extraña mezcla de admiración, repugnancia y aversión por los ritos y creencias religiosas de sus hermanos de sangre (negros y mulatos).


 

Blanqueamiento que no pocas veces viste el traje del endorracismo. Es el caso de un triste personaje de nombre Fernando Arguíndegui, doctor en enfermedades tropicales, cuyo padre, un negro, casó con una blanca para “mejorar la raza” (p.180). El doctor Fernando Arguíndegui, hijo mulato de aquella unión, ha procedido igual que el padre: casó con una rubia dizque “para mejorar la raza”. Este personaje, que domina varios idiomas, habla acerca de los afros (de cuya sangre él desciende) en los términos siguientes: “Son frívolos, ineptos, idiotas. (…) todos se enorgullecen de ser vástagos; ninguno aspira a ser tronco” (p.181). Un personaje verdaderamente patético. Loable, por su parte, la carga emocional que Ramón Díaz Sánchez le imprime al personaje en cuestión, los prejuicios que exhibe en él, los conflictos sicológicos que le atormentan. Dolorosamente, los Fernandos Arguíndeguis existen en nuestras sociedades; seres acomplejados que errónea e ingenuamente creen que “mejorarán la raza” de sus descendientes, y su propio status social, si cruzan su sangre con una persona blanca. Los hay quienes incluso se operan la nariz y se inyectan cosas para “aclararse” la piel. La gente que así piensa no se valora. O es ignorante. La raza humana es una sola. Lo verdaderamente importante es estudiar, leer, cultivar la mente y el espíritu.

No debemos pasar por alto el hecho de que el apellido del dueño de la hacienda es Zeus, nombre del más poderoso dios griego de la antigüedad, equivalente al Júpiter de los romanos. En tal sentido, Federico Zeus es una especie de “dios” blanco que ha bajado del Olimpo con la misión de civilizar a las supuestas “razas inferiores”. En varios puntos de la novela, el autor trata el tema del superhombre. El mismo “dios” Zeus, don Federico, ha ligado su sangre divina con la de una mujer negra, Pascua, quien le da un hijo mulato. En otras palabras, Federico Zeus ha contribuido con su propia sangre a “blanquear” nuestra heterogénea sociedad. Un “civilizador” que ha sembrado la estirpe de los “superhombres” en esta Tierra de Gracia.

Maicanópolis, agosto de 2014

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Rafael Ortega