-Manuel Cabesa-
Ese año, como sacamos buenas notas en la escuela, mis papás decidieron que de vacaciones nos llevarían a Margarita. Mamá quería aprovechar el viaje para comprarse ropa, mientras papá tenía la intención de averiguar el precio del whisky que tomaba, según él, y que para la tensión.
-Y ustedes –nos dijo a mi hermana y a mí- pueden ir mirando el regalo que quieren para navidad.
De casa de mis tíos en Barcelona salimos a Puerto La Cruz para tomar el ferry, y en pocas horas llegamos a Punta de Piedras, y de allí tomamos un taxi hasta Porlamar. Papá decidió que sería un viaje rápido: estaríamos en la isla solamente un día, así que teníamos que aprovechar el tiempo lo mejor posible. Para lograrlo nos dividimos para luego encontrarnos en un sitio determinado. Mi hermana y mamá se fueron a comprar ropa, mientras yo me fui con papá quien me dejó frente a una juguetería gigantesca en la 4 de Mayo.
-Entra y mira un rato –me dijo- te vengo a buscar como en una hora. Aprovecha para averiguar cuánto cuesta el Batimóvil de control remoto para comprarlo en diciembre.
De lo más contento entré y luego de inspeccionar varios estantes me detuve a examinar un juego de espías como los de Mr. Solo, que incluía un transmisor con forma de reloj, esposas, el carnet de CIPOL y una pistola Luger que parecía de verdad. De pronto a mi lado tenía otro niño que miraba el estuche con una expresión algo extraña. Era moreno, pero su piel parecía brillante, así que supuse que se había echado demasiado aceite Mennen para el sol. Tenía el pelo ensortijado y miraba la Luger con cierta severidad.
-¿Qué pasó? –pregunté- ¿No te gusta?
-Supieras que no –contestó.
-Pues a mí sí, es más estoy pensando que en vez de un Mc-5 como el de Meteoro le voy a pedir al niño Jesús uno de éstos.
-Parece que no basta con que la gente se mate de verdad para que encima tengan que hacer juguetes como éste.
-Pues a mí me parece chévere cambur.
-¿Tú crees que estos peroles son más divertidos que jugar trompo o volar papagayo?
-Yo nunca he volado un papagayo.
-¡Mira que no te creo!
-Pues es la verdad. Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Jesús.
-¿Ah sí? Como el niño Jesús.
-Sí, y mi mamá se llama María y mi papá, José.
-¡Cónchale, vale! ¿No me estás mamando gallo?
En ese momento llegó un señor de liqui liqui y sombrero pelo de guama acompañado de una señora muy bonita que llevaba una ruana andina. Lo de la ruana me pareció sorprendente porque en aquel calorón la señora se veía muy tranquila cubierta con ella.
-Mira ellos son mis padres –dijo Jesús.
Ambos me saludaron afectuosamente y de verdad dijeron que se llamaban María y José. En eso también llegó mi papá que traía en las manos un estuche de Black & White de la famosa Casa Buchannan’s.
-¿Ya viste algo que te interesara? –me preguntó.
-Mire, señor –intervino Jesús- ¿es verdad que usted no le ha enseñado a su hijo a volar un papagayo?
-La verdad que no –respondió mi papá-. Es que ni siquiera sé cómo se hacen, además como este niño se la pasa pegado a la televisión viendo Jonny Quest y Los Picapiedra tiene muy poco tiempo para andar volando papagayos.
-Pues eso es muy malo –dijo el señor José-. Mire, a los niños hay que enseñarlos a realizar sus juguetes para que aprendan a divertirse de verdad. Yo a Jesús le he mostrado el valor de una buena partida de metras, a jugar perinola y la ensarta con una rapidez sorprendente.
-Lo que pasa es que a los niños de ahora no le interesa ese tipo de cosas –dijo papá.
-No se crea, mire cuando vaya a los andes de paseo acérquese a Ejido, unos quince kilómetros antes de llegar al pueblo hay un camino de tierra al lado derecho de la carretera; baje por ahí, a unos dos kilómetros tengo una casita donde hacemos todo tipo de juguetes en madera y otros materiales que la misma naturaleza nos ofrece, esos son los juguetes que Jesús reparte la noche del 24 a la mayoría de los niños que en los campos no pueden comprarse este tipo de aparatos y le aseguro que se divierten como usted no se imagina.
-¡O sea, que usted es San José y el muchachito es el niño Jesús! –dijo papá con una cara de sorpresa increíble.
-Más o menos –dijo la señora María, riendo alegremente.
-La invitación va en serio –dijo el señor José estrechando la mano de papá a manera de despedida-. Cuando quiera lo esperamos a usted y a su familia por allá.
Cuando encontramos a mamá y a mi hermana, a la hora del almuerzo, papá les contó nuestro encuentro con el niño Jesús, pero ellas no le creyeron:
-Seguro te estaban tomando el pelo.
-A lo mejor –dijo papá-, pero por si acaso en cuanto podamos nos damos un paseíto por Mérida.
Como lo prometió, y aprovechando el puente del 12 de octubre, papá nos llevó a pasar el fin de semana en los andes. Mucho antes de llegar a Ejido comenzó a manejar bien despacio para ver si encontrábamos el camino que el señor José nos indicó y después de rodar como media hora lo conseguimos. Era en verdad de tierra y bastante estrecho, casi no cabía la camioneta. Al final de una ladera y frente a un hermoso paisaje estaba la casa hecha con paredes de barro y el techo de tejas y caña brava.
Cuando salimos de la camioneta, Jesús salió a recibirnos y nos llevó donde estaba su papá trabajando en un caballito de madera; esta vez el señor José no tenía el sombrero pelo de guama sino uno de cogollo.
-¡Mira papá! –gritaba Jesús lleno de alegría- ¡Mira quienes llegaron!
El señor José recibió a papá y a mamá con un abrazo y la señora María les trajo café y a nosotros nos dio un vaso de chicha bien espesa y dulcita.
-Vengan para acá –dijo el señor José-, aquí en la empalizada tengo los juguetes que Jesús va a repartir este año.
Cuando entramos no pude reprimir un grito de alegría: aquel sitio era más maravilloso que la juguetería que vi en Margarita, allí había carritos, perinolas, trompos, gurrufíos, metras, muñecas de trapo, carruseles de madera y muchos, muchos papagayos.
Jesús tomó uno de siete colores y lo puso en mis manos:
-Vente –me dijo-, te voy a enseñar a volar un papagayo.
Salimos otra vez y Jesús me dijo cómo elevarlo:
-¡Dale pabilo, dale pabilo! –gritaba riéndose como loco.
Y en unos minutos se elevó, y en el viento que venía de las montañas el papagayo parecía un pedacito de arco iris flotando en el aire.
Pero como ninguna alegría es completa, imprevistamente suena el reloj despertador. Me despierto de mala gana y ya no soy un niño como en el sueño sino todo un hombre, casado y con hijos, que debe salir temprano a trabajar si quiero que me paguen los aguinaldos completos este diciembre. Me levanto muy despacio y con mucha flojera, y mi sorpresa es máxima cuando veo sobre la mesa de noche el papagayo con los siete colores del arco iris y a su lado una pequeña nota que decía:
Feliz navidad te desea tu amigo, el niño Jesús.
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Rafael Ortega