Me parece horrenda la idea de que el escritor tenga una función. Cada quien que asuma la función que desee. Como escritor no me siento atado a una función, a un compromiso con nada ni nadie
Texto: Rafael Ortega
Foto: Ana Berta López
Siendo muy joven, Jorge Gómez Jiménez (1971) cargó a cuestas con la dirección de la Peña Literaria Cahuakao, así como del semanario El Tabloide, allá en su natal Cagua. Desde 1996 edita en Internet la revista literaria Letralia, Tierra de Letras, la primera publicación cultural venezolana en la red.
Publicó el ensayo La educación secundaria venezolana: un muerto sin dolientes (Editorial El Tabloide, 1985), el libro de cuentos Dios y otros mitos (Senderos Literarios, 1993), la novela corta Los títeres (Baile del Sol, Tenerife, 1999) y la antología de narrativa venezolana Próximos (Embajada de Venezuela en China, 2006). Textos suyos han aparecido en algunas antologías de Venezuela y el exterior.
Por su blog JorgeLetralia, el cual aborda no sólo temas literarios, sino comentarios de libros, temas científicos o cualquier cosa que se le ocurra al editor de Letralia, obtuvo recientemente el premio 20Blogs en la categoría Blog Latinoamericano, otorgado por la web 20 Minutos en España.
En cuanto a su obra literaria, sus relatos y sus poemas se caracterizan porque irradian un halo de romanticismo sublime que conmueve y escarba los cimientos de las relaciones de pareja y sus inevitables desengaños.
—¿Cómo fueron tus inicios?
—Empecé a escribir cuando aprendí a escribir. Recibí una influencia muy fuerte de mi papá, que era periodista, poeta y pintor, pero además en mi familia las letras siempre han estado presentes: la maestra que me enseñó a escribir fue mi tía abuela; mi mamá fue una de mis maestras de lengua en la primaria. En esa época solía participar en pequeños concursos literarios en la escuela, que consistían, generalmente, en escribir sobre fiestas patrias o próceres históricos. Cierta vez mi papá se dio cuenta de que estaba copiando textualmente los libros que me servían como fuente, y me habló de la importancia de narrar lo mismo con mis palabras. Yo tendría siete u ocho años. Ese fue el primer consejo literario que recibí en mi vida, y aún hoy lo sigo considerando el más valioso.
—¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?
—Un diccionario Sopena de dos tomos paquidérmicos. Aún los conservo. Incluso los “leía” antes de aprender a leer, pues me atraían las imágenes, los mapas, las láminas. Uno de mis primeros recuerdos de la infancia tiene relación con eso: el redescubrimiento feliz de esos libros cuando, a los cuatro años, fui capaz de leer los textos alrededor de sus imágenes.
En cuanto a literatura propiamente dicha, leí los clásicos de siempre: Verne, Salgari, Twain. Los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, los poemas de Aquiles Nazoa. En casa siempre estuve rodeado de libros y devoraba todos los que podía. Pero fue en los primeros años de mi adolescencia cuando la lectura de Cien años de soledad, de García Márquez, me permitió atisbar que había algo más allá, una especie de hermandad secreta. Me sentí, por primera vez, un lector.
—¿Cuándo comienzas a escribir relatos y poesía?
—En la infancia. Entonces escribía unos poemas satíricos que ilustraba y regalaba a mis amigos. Escribía también pequeños comics. Sin embargo, fue durante la adolescencia cuando tomé conciencia del hecho literario y empecé a escribir cuentos. A los doce o trece años gané un concurso en un diario local y la sensación fue tan placentera que me convertí en un cazarrecompensas, un escritor de concursos. Coleccionaba los anuncios de concursos literarios y escribía cuentos que se ajustaran a sus bases. El concurso prevaleciendo ante la obra. Una fea práctica, y aunque en aquellos años no volví a ganar otro concurso, me sirvió para ir delineando un estilo y conocer diversos procedimientos de escritura. Empecé a tomarme el asunto en serio a los 17 años, cuando escribí un relato breve, “Catorce de septiembre”, que fue el primero que me satisfizo como lector y me permitió descubrir que era eso lo que quería hacer en la vida. Fue entonces cuando empecé a escribir por el puro placer de darle forma a una historia, y mi relación con los concursos se volvió distinta, pues aprendí a participar sólo cuando tenía material que se ajustara a sus condiciones. La obra prevaleciendo ante el concurso.
La poesía fue más reciente. Hasta el año 2000 escribía unos poemas terribles, muchos de los cuales fueron sufridos, con mayor o menor paciencia, por las chicas que los inspiraban. Luego me volví más exigente conmigo mismo, empecé a trabajar más y poner en la poesía la misma pasión que ponía en la narrativa.
—¿Has participado en algún taller literario?
—Hace unos años participé en un taller de guión para cine y televisión que dictó en Maracay el escritor Carmelo Castro. Aparte de ese ningún otro, aunque a principios de los noventa fui seleccionado para uno de los ya mitológicos talleres del Celarg. No lo cursé porque me vine a Cagua a dirigir El Tabloide, el periódico de mi familia.
—¿Crees que los talleres de literatura son fábricas de escritores?
—La única fábrica de escritores que conozco es la experiencia. Los talleres aportan herramientas técnicas: son básicamente atajos para llegar, en un aula con aire acondicionado, a lo que otros descubren con sangre.
—¿Cuáles temas te motivan a escribir?
—El amor y las peculiaridades de la gente son las espitas que me ponen a escribir. Tengo libros enteros en torno al tema de las relaciones de pareja, como España, una colección de relatos sobre mujeres, parcialmente inédita, y de la que se han filtrado algunos por haber ganado premios, como “Florida” o “Estocolmo”. Incluso cuando he intentado escribir en parcelas específicas de la literatura como el género negro, la ciencia ficción o el terror, mis historias han estado salpicadas del tema del amor. Lo otro, las peculiaridades de la gente, es todo un alimento para mí. Mi mayor afición es catar reacciones, gestos.
—¿En cuál género literario te sientes más a gusto?
—He escrito de todo, pero definitivamente donde me siento más a gusto es en la narrativa. En la poesía y en la dramaturgia me considero un principiante; el rigor del ensayo suele sofocarme, aunque por razones de trabajo es un género al que recurro casi a diario.
—¿Cómo nacen tus relatos?
—No me he puesto a sacar estadísticas, pero creo que la mayoría de ellos tienen que ver con experiencias propias o ajenas. En mi adolescencia me esforzaba por darle forma a historias a las que me volcaba con ínfulas de ingeniero: armaba el argumento, construía los personajes, me desgastaba en un lenguaje preciosista. Ya cercano a mis veinte años me topé con los relatos de Borges y Cortázar y entendí que uno podía escribir virtualmente cualquier cosa. Entonces me volví loco, solía empezar un relato con una frase sin sentido concreto y a partir de eso iba dándole vueltas hasta que la cosa quedaba redonda. La verdad no sé cómo sobreviví a eso. Actualmente es común que reconozca el filón literario en una experiencia; cuando eso sucede, pienso en cómo construir una historia basándome en el hecho y llega un momento en que puedo sentarme ante la computadora y escribir fluidamente. En ocasiones soy capaz de escribir relatos breves, de menos de diez páginas, en una sola sentada. La versión definitiva surge después de varios días de revisión, pero por lo general es muy parecida a la primigenia.
—Aparte de la lectura, ¿de qué otras fuentes te nutres para escribir?
—Además de lo ya comentado —las experiencias propias o ajenas—, muchas de mis ideas surgen de una película o un sueño. Algunos de mis relatos se formaron durante la siesta. Uno de mis cuentos nació de la unión de un documental, una película y un sueño. Y los aspectos principales de una novela que escribo actualmente han ido surgiendo a lo largo de varios sueños.
—¿Cuál es la función del escritor?
—Me parece horrenda la idea de que el escritor tenga una función. Cada quien que asuma la función que desee. Como escritor no me siento atado a una función, a un compromiso con nada ni nadie; si asumiera la literatura como el producto de una función, un deber que responsablemente estuviera obligado a satisfacer, le perdería el gustico. Entiendo la literatura como una expresión de la libertad, no del deber. Mis deberes ciudadanos son una cosa; mi actitud como escritor es otra. Como escritor no reconozco deber alguno, pues estaría supeditando mi trabajo a un ente externo, y es así como se desvanece el fulgor de la libertad.
—¿De qué manera influyó el boom de la literatura latinoamericana en los escritores venezolanos?
—Favorablemente, en mi opinión; aunque de retruque. Al igual que en el resto del continente, el boom inspiró a una miríada de imitadores. Los que no escribían sus particulares visiones de Macondo con sus historias de familias milenarias, armaban enrevesados rompecabezas intentando darle una nueva vuelta de tuerca a Rayuela. Hubo muchas mariposas amarillas y mucha literatura ininteligible, y lo peor es que buena parte de eso fue lo que aprendimos a respetar como nuestra mejor literatura. Sin embargo, esa literatura sucedánea sirvió de caldo de cultivo para una reacción que terminó produciendo la literatura variopinta y ambiciosa que Venezuela empieza a ostentar en la actualidad.
—¿Las instituciones ofrecen la ayuda necesaria al investigador?
—Supongo que depende de la institución y del investigador. En las universidades y otras instituciones se realiza una labor constante a pesar de las limitaciones presupuestarias. Solemos creer que el nuestro es un medio totalmente árido, pero tenemos investigadores de talla internacional como el lingüista Francisco Javier Pérez o el bibliotecólogo Fernando Báez. Obviamente no es fácil acceder a los recursos —más aun cuando todo está tan impregnado del tufo político—, pero tampoco tiene por qué ser fácil.
—¿Cómo ves el panorama regional y nacional actualmente?
—A nivel regional y nacional me parece alentador que se empiece a considerar la literatura como una actividad profesional y no como una ocupación anecdótica. No estamos en un estado de cosas, digamos, ideal, pues todavía pervive con mucha fuerza la práctica de convocar a los escritores a participar en iniciativas a título honorario. Pero hay diversos signos a los que debemos prestar atención, especialmente del lado de las editoriales, que están enfocándose más en la producción local. También hay que considerar el esfuerzo editorial que en este momento empieza a desarrollar el Estado y que, con sus muchas fallas, podría convertirse más adelante en un impulso importante para la creación y para la lectura.
—A tu criterio, ¿cuáles escritores venezolanos son fundamentales?
—No sé quiénes podrían ser fundamentales, pues eso es algo del criterio de cada quien, pero puedo nombrar a los que leo con mayor gusto, una lista en la que tengo a Francisco Massiani, Francisco Herrera Luque, Eduardo Liendo, Federico Vegas, Ana Teresa Torres, Oscar Marcano, Alberto Barrera Tyszka. No hay que olvidar a los clásicos; Gallegos con su fuerza estilística y simbólica, que es en sí todo un taller literario; Úslar Pietri y Otero Silva con sus relatos que se desmarcaban de la tradición literaria de su tiempo; otros como Oscar Guaramato o los poetas Aquiles Nazoa y Andrés Eloy Blanco. De nuestra generación, hay que ponerle un ojo a Salvador Fleján, Eduardo Mariño, Rodrigo Blanco Calderón, Enza García Arreaza, quizás a algún otro. Y nuestros grandes poetas: el “Chino” Valera Mora, Montejo, Cadenas, Sánchez Peláez.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos como los de otros países?
—Históricamente, el mercado editorial venezolano ha sido incapaz de superar un estado bastante incipiente, muestra de lo cual es la ausencia de la figura del agente literario y la existencia solitaria de Monte Ávila, por mucho tiempo, casi como único cauce de la producción literaria nacional. Siempre se adujo que el mercado editorial tenía las proporciones de nuestra población lectora, pero yo sospecho que en el país hay muchos más lectores que los que salen en las estadísticas. Ahora bien, que esos lectores no estén en las estadísticas es consecuencia de una política sistemáticamente errada en el sector libro y de una dotación irrespetuosa de nuestras bibliotecas públicas, entre otras muchas causas. ¿O es que lector es sólo el que compra libros?
—Es difícil ser un escritor en un país de pocos lectores. ¿Cómo asumes ese reto?
—Creo que hay muchos prejuicios con eso de la cantidad de lectores. Lo que realmente nos hace falta no es un colectivo de lectores, sino los canales para que la literatura llegue hasta los que existen, de manera que se genere el debate, la tertulia. En el interior de Venezuela conozco muchas bibliotecas que dan vergüenza: tienen problemas de infraestructura y de dotación que las convierten en lugares de espanto. No se puede esperar que seamos una potencia literaria si los lectores tienen que ir a Caracas o a las capitales de estado a buscar los libros. Es por eso que me he dedicado a la difusión de literatura, desde Letralia pero también desde otros frentes. Es así como asumo este “reto”, que no es tal sino la expresión de una actitud ante la vida y la creación.
—¿Qué opinas de las nuevas tecnologías?
—El hombre siempre termina adaptándose a la tecnología que le brinda mayor provecho, la que le permite acceder más rápidamente a sus objetivos. En lo personal, no seré nunca un nostálgico de la textura y el olor del papel, por las mismas razones por las que no se me ocurriría alquilar un caballo para ir a Caracas. El libro tradicional es una tecnología milenaria que falla en algo básico: el acceso a la información es secuencial, lo que es muy bueno para leer pero muy engorroso para recuperar y relacionar datos. En el libro digital el acceso a la información es constante, aunque éste no es portátil, no puede leerse en el baño. Cuando esta molestia sea eliminada, cuando ambas tecnologías se fusionen, tendremos en nuestras manos el canal definitivo para la literatura y otras áreas del pensamiento.
—¿Cuáles libros de la literatura universal recomendarías?
—Difícil recomendar libros, pues cada quien tiene sus gustos de lectura. Sin embargo, podría mencionarte algunos de los que me han marcado: casi toda la obra de Borges, Bolaño, Cortázar, Poe, Kafka, Vian; los trópicos y La crucifixión rosada de Henry Miller; Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El otoño del patriarca y el relato “Ojos de perro azul”, de Gabriel García Márquez.
Publicó el ensayo La educación secundaria venezolana: un muerto sin dolientes (Editorial El Tabloide, 1985), el libro de cuentos Dios y otros mitos (Senderos Literarios, 1993), la novela corta Los títeres (Baile del Sol, Tenerife, 1999) y la antología de narrativa venezolana Próximos (Embajada de Venezuela en China, 2006). Textos suyos han aparecido en algunas antologías de Venezuela y el exterior.
Por su blog JorgeLetralia, el cual aborda no sólo temas literarios, sino comentarios de libros, temas científicos o cualquier cosa que se le ocurra al editor de Letralia, obtuvo recientemente el premio 20Blogs en la categoría Blog Latinoamericano, otorgado por la web 20 Minutos en España.
En cuanto a su obra literaria, sus relatos y sus poemas se caracterizan porque irradian un halo de romanticismo sublime que conmueve y escarba los cimientos de las relaciones de pareja y sus inevitables desengaños.
—¿Cómo fueron tus inicios?
—Empecé a escribir cuando aprendí a escribir. Recibí una influencia muy fuerte de mi papá, que era periodista, poeta y pintor, pero además en mi familia las letras siempre han estado presentes: la maestra que me enseñó a escribir fue mi tía abuela; mi mamá fue una de mis maestras de lengua en la primaria. En esa época solía participar en pequeños concursos literarios en la escuela, que consistían, generalmente, en escribir sobre fiestas patrias o próceres históricos. Cierta vez mi papá se dio cuenta de que estaba copiando textualmente los libros que me servían como fuente, y me habló de la importancia de narrar lo mismo con mis palabras. Yo tendría siete u ocho años. Ese fue el primer consejo literario que recibí en mi vida, y aún hoy lo sigo considerando el más valioso.
—¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?
—Un diccionario Sopena de dos tomos paquidérmicos. Aún los conservo. Incluso los “leía” antes de aprender a leer, pues me atraían las imágenes, los mapas, las láminas. Uno de mis primeros recuerdos de la infancia tiene relación con eso: el redescubrimiento feliz de esos libros cuando, a los cuatro años, fui capaz de leer los textos alrededor de sus imágenes.
En cuanto a literatura propiamente dicha, leí los clásicos de siempre: Verne, Salgari, Twain. Los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, los poemas de Aquiles Nazoa. En casa siempre estuve rodeado de libros y devoraba todos los que podía. Pero fue en los primeros años de mi adolescencia cuando la lectura de Cien años de soledad, de García Márquez, me permitió atisbar que había algo más allá, una especie de hermandad secreta. Me sentí, por primera vez, un lector.
—¿Cuándo comienzas a escribir relatos y poesía?
—En la infancia. Entonces escribía unos poemas satíricos que ilustraba y regalaba a mis amigos. Escribía también pequeños comics. Sin embargo, fue durante la adolescencia cuando tomé conciencia del hecho literario y empecé a escribir cuentos. A los doce o trece años gané un concurso en un diario local y la sensación fue tan placentera que me convertí en un cazarrecompensas, un escritor de concursos. Coleccionaba los anuncios de concursos literarios y escribía cuentos que se ajustaran a sus bases. El concurso prevaleciendo ante la obra. Una fea práctica, y aunque en aquellos años no volví a ganar otro concurso, me sirvió para ir delineando un estilo y conocer diversos procedimientos de escritura. Empecé a tomarme el asunto en serio a los 17 años, cuando escribí un relato breve, “Catorce de septiembre”, que fue el primero que me satisfizo como lector y me permitió descubrir que era eso lo que quería hacer en la vida. Fue entonces cuando empecé a escribir por el puro placer de darle forma a una historia, y mi relación con los concursos se volvió distinta, pues aprendí a participar sólo cuando tenía material que se ajustara a sus condiciones. La obra prevaleciendo ante el concurso.
La poesía fue más reciente. Hasta el año 2000 escribía unos poemas terribles, muchos de los cuales fueron sufridos, con mayor o menor paciencia, por las chicas que los inspiraban. Luego me volví más exigente conmigo mismo, empecé a trabajar más y poner en la poesía la misma pasión que ponía en la narrativa.
—¿Has participado en algún taller literario?
—Hace unos años participé en un taller de guión para cine y televisión que dictó en Maracay el escritor Carmelo Castro. Aparte de ese ningún otro, aunque a principios de los noventa fui seleccionado para uno de los ya mitológicos talleres del Celarg. No lo cursé porque me vine a Cagua a dirigir El Tabloide, el periódico de mi familia.
—¿Crees que los talleres de literatura son fábricas de escritores?
—La única fábrica de escritores que conozco es la experiencia. Los talleres aportan herramientas técnicas: son básicamente atajos para llegar, en un aula con aire acondicionado, a lo que otros descubren con sangre.
—¿Cuáles temas te motivan a escribir?
—El amor y las peculiaridades de la gente son las espitas que me ponen a escribir. Tengo libros enteros en torno al tema de las relaciones de pareja, como España, una colección de relatos sobre mujeres, parcialmente inédita, y de la que se han filtrado algunos por haber ganado premios, como “Florida” o “Estocolmo”. Incluso cuando he intentado escribir en parcelas específicas de la literatura como el género negro, la ciencia ficción o el terror, mis historias han estado salpicadas del tema del amor. Lo otro, las peculiaridades de la gente, es todo un alimento para mí. Mi mayor afición es catar reacciones, gestos.
—¿En cuál género literario te sientes más a gusto?
—He escrito de todo, pero definitivamente donde me siento más a gusto es en la narrativa. En la poesía y en la dramaturgia me considero un principiante; el rigor del ensayo suele sofocarme, aunque por razones de trabajo es un género al que recurro casi a diario.
—¿Cómo nacen tus relatos?
—No me he puesto a sacar estadísticas, pero creo que la mayoría de ellos tienen que ver con experiencias propias o ajenas. En mi adolescencia me esforzaba por darle forma a historias a las que me volcaba con ínfulas de ingeniero: armaba el argumento, construía los personajes, me desgastaba en un lenguaje preciosista. Ya cercano a mis veinte años me topé con los relatos de Borges y Cortázar y entendí que uno podía escribir virtualmente cualquier cosa. Entonces me volví loco, solía empezar un relato con una frase sin sentido concreto y a partir de eso iba dándole vueltas hasta que la cosa quedaba redonda. La verdad no sé cómo sobreviví a eso. Actualmente es común que reconozca el filón literario en una experiencia; cuando eso sucede, pienso en cómo construir una historia basándome en el hecho y llega un momento en que puedo sentarme ante la computadora y escribir fluidamente. En ocasiones soy capaz de escribir relatos breves, de menos de diez páginas, en una sola sentada. La versión definitiva surge después de varios días de revisión, pero por lo general es muy parecida a la primigenia.
—Aparte de la lectura, ¿de qué otras fuentes te nutres para escribir?
—Además de lo ya comentado —las experiencias propias o ajenas—, muchas de mis ideas surgen de una película o un sueño. Algunos de mis relatos se formaron durante la siesta. Uno de mis cuentos nació de la unión de un documental, una película y un sueño. Y los aspectos principales de una novela que escribo actualmente han ido surgiendo a lo largo de varios sueños.
—¿Cuál es la función del escritor?
—Me parece horrenda la idea de que el escritor tenga una función. Cada quien que asuma la función que desee. Como escritor no me siento atado a una función, a un compromiso con nada ni nadie; si asumiera la literatura como el producto de una función, un deber que responsablemente estuviera obligado a satisfacer, le perdería el gustico. Entiendo la literatura como una expresión de la libertad, no del deber. Mis deberes ciudadanos son una cosa; mi actitud como escritor es otra. Como escritor no reconozco deber alguno, pues estaría supeditando mi trabajo a un ente externo, y es así como se desvanece el fulgor de la libertad.
—¿De qué manera influyó el boom de la literatura latinoamericana en los escritores venezolanos?
—Favorablemente, en mi opinión; aunque de retruque. Al igual que en el resto del continente, el boom inspiró a una miríada de imitadores. Los que no escribían sus particulares visiones de Macondo con sus historias de familias milenarias, armaban enrevesados rompecabezas intentando darle una nueva vuelta de tuerca a Rayuela. Hubo muchas mariposas amarillas y mucha literatura ininteligible, y lo peor es que buena parte de eso fue lo que aprendimos a respetar como nuestra mejor literatura. Sin embargo, esa literatura sucedánea sirvió de caldo de cultivo para una reacción que terminó produciendo la literatura variopinta y ambiciosa que Venezuela empieza a ostentar en la actualidad.
—¿Las instituciones ofrecen la ayuda necesaria al investigador?
—Supongo que depende de la institución y del investigador. En las universidades y otras instituciones se realiza una labor constante a pesar de las limitaciones presupuestarias. Solemos creer que el nuestro es un medio totalmente árido, pero tenemos investigadores de talla internacional como el lingüista Francisco Javier Pérez o el bibliotecólogo Fernando Báez. Obviamente no es fácil acceder a los recursos —más aun cuando todo está tan impregnado del tufo político—, pero tampoco tiene por qué ser fácil.
—¿Cómo ves el panorama regional y nacional actualmente?
—A nivel regional y nacional me parece alentador que se empiece a considerar la literatura como una actividad profesional y no como una ocupación anecdótica. No estamos en un estado de cosas, digamos, ideal, pues todavía pervive con mucha fuerza la práctica de convocar a los escritores a participar en iniciativas a título honorario. Pero hay diversos signos a los que debemos prestar atención, especialmente del lado de las editoriales, que están enfocándose más en la producción local. También hay que considerar el esfuerzo editorial que en este momento empieza a desarrollar el Estado y que, con sus muchas fallas, podría convertirse más adelante en un impulso importante para la creación y para la lectura.
—A tu criterio, ¿cuáles escritores venezolanos son fundamentales?
—No sé quiénes podrían ser fundamentales, pues eso es algo del criterio de cada quien, pero puedo nombrar a los que leo con mayor gusto, una lista en la que tengo a Francisco Massiani, Francisco Herrera Luque, Eduardo Liendo, Federico Vegas, Ana Teresa Torres, Oscar Marcano, Alberto Barrera Tyszka. No hay que olvidar a los clásicos; Gallegos con su fuerza estilística y simbólica, que es en sí todo un taller literario; Úslar Pietri y Otero Silva con sus relatos que se desmarcaban de la tradición literaria de su tiempo; otros como Oscar Guaramato o los poetas Aquiles Nazoa y Andrés Eloy Blanco. De nuestra generación, hay que ponerle un ojo a Salvador Fleján, Eduardo Mariño, Rodrigo Blanco Calderón, Enza García Arreaza, quizás a algún otro. Y nuestros grandes poetas: el “Chino” Valera Mora, Montejo, Cadenas, Sánchez Peláez.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos como los de otros países?
—Históricamente, el mercado editorial venezolano ha sido incapaz de superar un estado bastante incipiente, muestra de lo cual es la ausencia de la figura del agente literario y la existencia solitaria de Monte Ávila, por mucho tiempo, casi como único cauce de la producción literaria nacional. Siempre se adujo que el mercado editorial tenía las proporciones de nuestra población lectora, pero yo sospecho que en el país hay muchos más lectores que los que salen en las estadísticas. Ahora bien, que esos lectores no estén en las estadísticas es consecuencia de una política sistemáticamente errada en el sector libro y de una dotación irrespetuosa de nuestras bibliotecas públicas, entre otras muchas causas. ¿O es que lector es sólo el que compra libros?
—Es difícil ser un escritor en un país de pocos lectores. ¿Cómo asumes ese reto?
—Creo que hay muchos prejuicios con eso de la cantidad de lectores. Lo que realmente nos hace falta no es un colectivo de lectores, sino los canales para que la literatura llegue hasta los que existen, de manera que se genere el debate, la tertulia. En el interior de Venezuela conozco muchas bibliotecas que dan vergüenza: tienen problemas de infraestructura y de dotación que las convierten en lugares de espanto. No se puede esperar que seamos una potencia literaria si los lectores tienen que ir a Caracas o a las capitales de estado a buscar los libros. Es por eso que me he dedicado a la difusión de literatura, desde Letralia pero también desde otros frentes. Es así como asumo este “reto”, que no es tal sino la expresión de una actitud ante la vida y la creación.
—¿Qué opinas de las nuevas tecnologías?
—El hombre siempre termina adaptándose a la tecnología que le brinda mayor provecho, la que le permite acceder más rápidamente a sus objetivos. En lo personal, no seré nunca un nostálgico de la textura y el olor del papel, por las mismas razones por las que no se me ocurriría alquilar un caballo para ir a Caracas. El libro tradicional es una tecnología milenaria que falla en algo básico: el acceso a la información es secuencial, lo que es muy bueno para leer pero muy engorroso para recuperar y relacionar datos. En el libro digital el acceso a la información es constante, aunque éste no es portátil, no puede leerse en el baño. Cuando esta molestia sea eliminada, cuando ambas tecnologías se fusionen, tendremos en nuestras manos el canal definitivo para la literatura y otras áreas del pensamiento.
—¿Cuáles libros de la literatura universal recomendarías?
—Difícil recomendar libros, pues cada quien tiene sus gustos de lectura. Sin embargo, podría mencionarte algunos de los que me han marcado: casi toda la obra de Borges, Bolaño, Cortázar, Poe, Kafka, Vian; los trópicos y La crucifixión rosada de Henry Miller; Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El otoño del patriarca y el relato “Ojos de perro azul”, de Gabriel García Márquez.
Escribir es dialogar
Escribir es dialogar. Es un diálogo imaginario con alguien imaginario: un personaje que no puede faltar, el lector. El escritor va construyendo este personaje a medida que construye su texto, dotándolo de apariencia y carácter.
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Rafael Ortega