La matemática de la literatura se burla de las leyes de la economía. Nadie sabe dónde y cuándo aparece un autor de talento, ni siquiera un cuento memorable
Texto y foto: Rafael Ortega
De sus primeras lecturas, Héctor Torres (Caracas, 1968) recuerda con agrado los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga; las novelas de Hermann Hesse, y parece percibir aún el sonido de la voz de su madre insuflándole parte de su aliento vital a los personajes de Oscar Wilde, con lo cual le develó el maravilloso secreto que guardan los libros.
Sorteando los caprichos de su memoria, el editor de la revista digital Ficción Breve Venezolana nos confesó que su primer relato lo escribió en diciembre del año 1993: “Durante esos días, me senté frente a la computadora y comencé a escribir un cuento que era una impúdica imitación de Borges. Uno de esos cuentos que posteriormente lo avergüenzan a uno, pero que revelan una vocación”.
—¿Participaste en algún taller literario?
—Sí. Estuve en el taller de narrativa del Celarg, conducido por Ángel Gustavo Infante, entre 1999 y 2000. Participé, además, en un breve taller con Marcos Tarre, sobre la novela policial. Eso, en lo formal. Por otra parte, trato de aprender de cada conversación, de cada sugerencia, de cada ventana que me abren los autores con más experiencia. No dejo de sentirme afortunado, por ejemplo, de que Oscar Marcano, eventualmente, tenga conmigo el generoso gesto de hacerme observaciones sobre mis textos, acompañados de un café, cuando el tiempo lo permite.
—¿Crees que los talleres literarios son fábricas de escritores?
—No, para nada. Los talleres literarios son la prueba fehaciente de que la matemática de la literatura se burla de las leyes de la economía. Nadie sabe dónde y cuándo aparece un autor de talento, ni siquiera un cuento memorable. Los talleres literarios, como suelo decirle a los que me escriben consultándome sobre el tema, acaso sirven para que las ovejas negras de la casa descubran que no están tan solas. Y ese papel sí lo cumplen a cabalidad. Ese y el de estimular la competencia, la tabulación íntima e involuntaria cuando calibras la evolución de tu generación expresada en las camadas de cada taller. Aunque no producen escritores, los talleres constituyen experiencias importantes en la vida del aspirante a escritor. Es inolvidable la sensación de sentarse en una mesa y recorrer la vista con disimulo entre desconocidos que serán, a una vez, tus futuros contendientes y tus futuros cómplices.
—¿Cuáles temas te motivan a escribir?
—Antes me parecían importantes los recovecos que se asomaban en esas grietas producidas por el intelecto humano, cuando cuestionaba la común percepción de la realidad. Era leer La máquina del tiempo, o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, por nombrar algunos textos clásicos, y sentir el placer del desconcierto. Con el tiempo descubrí que la realidad es de por sí fantástica y compleja y asombrosa, por lo que en cada pedazo de vida, en cada situación imaginada, en cada conversación escuchada en la calle, puede estar latente una historia maravillosa que exija perseguirla, buscarla, dar con ella, desentrañarla. Lo que tiene de impredecible la vida, es lo que la hace interesante.
—¿Cómo nacen tus obras?
—Creo que ese es uno de los misterios más celosamente guardados de la creación artística. Sospecho que el que se topa con la fórmula comienza a producir muchos libros y poca literatura. Fito Páez señaló en una ocasión que para crecer hay que traicionarse, y creo que de eso se trata. Cada nuevo proyecto es un reto diferente que requiere toda la atención de nuestras dudas y de nuestros anhelos: como una nueva novia o un nuevo hijo o un nuevo empleo. Algo que en principio es la incertidumbre y concluye sólo cuando forma parte de nuestras vidas.
—¿En cuál género literario te expresas mejor?
—Sin duda, en la narrativa. Los géneros literarios son inherentes al carácter de las personas. Yo sólo me concibo dialogando conmigo mismo desde la preexistencia de unas circunstancias y una trama y unos personajes que se hospedan en un cuarto de tu vida, y viven allí hasta que crees haber develado el misterio. Y, de hecho, como cada vez esos personajes y esas situaciones exigen más espacio, me he visto obligado a mudarme a la casa de la novela, más espaciosa que la del cuento, para dejar que se desarrollen a su gusto y expresen con mayor libertad los conflictos y felicidades que enfrentan.
—Aparte de la lectura, ¿existen otras fuentes de las cuales nutres para escribir?
—La lectura, en todas sus maneras de manifestarse. Ver la vida en su tránsito cotidiano supone pasar lo que se ve por el filtro del intelecto, que te pone automáticamente a desmenuzar, oler, palpar, cada cosa que cae allí, para ver qué de todo lo que va quedando tiene un potencial valor como historia independiente. Y ver la vida supone leer literatura, leer la prensa, escuchar conversaciones ajenas, ver cine, escuchar música y hasta recordar conversaciones con seres queridos. La necesidad de entender la vida que te rodea te lleva al neurótico punto en que todo es materia de la literatura.
—A tu criterio, ¿cuáles escritores venezolanos son fundamentales?
—Es difícil dar una respuesta sistemática a esa pregunta. Habría que partir de la advertencia de que la categoría de fundamentales la dan nuestros propios gustos y caprichos. Siendo así, para mí son fundamentales Mariano Picón Salas y Augusto Mijares, algunas de cuyas ideas aún no hemos alcanzado como sociedad; o la sencillez estilística de Julio Garmendia. También te podría decir que Rafael Cadenas o Eugenio Montejo. Pero me inclino a pensar que, desde el punto de vista de la felicidad personal que nos producen, también serían fundamentales algunas líneas, o cuentos, o anécdotas que nos han edificado como lectores. Y eso incluiría cosas tan poco conocidas como el cuento “Mañana sí será”, de un escritor que nadie recuerda, llamado Raúl Valera. O tantas líneas maravillosas que he debido leer desde Ficción Breve Venezolana, escritas por autores desconocidos.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos como los de otros países?
—Seguramente se debe a muchos factores. Uno de ellos podría ser que no inscribimos nuestro nombre en la época del boom. Y eso podría deberse a que la barra y los cargos consulares tenían a nuestros autores sumergidos en una especie de líquido amniótico. Pero esas son conjeturas no comprobables. También pueda deberse a que nuestra condición de país petrolero que da al Caribe nos conformó un pueblo poco dado a la reflexión y a cultivar expresiones del intelecto. O quizá incida el hecho de que las grandes editoriales, y sus vigorosos mercados, están asentadas en otros países de la región, como Colombia, Argentina y México. O que hasta hace unos años no tuvimos una migración importante (cosa que ha cambiado, ya que nuestra población en el autoexilio comienza a ser significativa). Sin embargo, Venezuela también posee una tradición importante, además de que sospecho que nuestra literatura, más necesitada de su propio espacio, de decir cosas, y con la atención del mundo en nuestros acontecimientos, será cada vez más conocida fuera de nuestras fronteras.
—¿Cómo influyó el boom latinoamericano en la literatura venezolana?
—Generó un complejo de inferioridad muy grande, ya que al no tener presencia en él, vimos nuestra literatura con minusvalía, lo cual se tradujo en reticencia, en falta de fe. Ese complejo tuvo reacciones diversas: desde los insufribles imitadores de García Márquez, hasta los que, en falso desdén hacia el público, hicieron una obra ilegible. El boom es un período superado y los venezolanos tenemos que concentrarnos en nuestras posibilidades actuales, en que no tenemos un marco de referencia que nos ponga en desventaja.
—Es difícil ser escritor en un país de pocos lectores? ¿Cómo asumes ese reto?
—La escritura es un hecho anterior a la edición del libro y los asuntos relativos al mercado. Por tanto, esa condición no debería influir en esa necesidad impostergable de escribir, y de hacerlo bien. Ahora bien, que seamos un país de pocos lectores es responsabilidad de todos, incluyendo a los autores. Durante décadas, algunos escritores venezolanos se esforzaron por hacer una literatura ilegible para el público. Eso, afortunadamente, está cambiando. Los escritores de las nuevas generaciones quieren hacer una literatura de calidad, pero que llegue al público. Y el incremento de las ventas de los libros de autores del patio sólo se puede explicar con la existencia de nuevos lectores, por lo que creo que los autores comienzan a hacer la parte que les toca. Ahora le toca a los editores, en generar mejores políticas de promoción, y al Estado: si haces una Feria Internacional del Libro en el Parque del Este y en vez de incentivar a la población a que se acerque, la espantas con discursos cargados de contenido político e ideológico, no estás ayudando en mucho a esa existencia de nuevos lectores.
—¿Cómo percibes la presencia de la mujer en el mundo de la literatura?
—Como en todas las actividades humanas: cada vez mayor. Hay excelentes narradoras en la actualidad, incluso dentro de las nuevas promociones, como el caso, por ejemplo, de Krina Ber, por citar uno de esos nombres femeninos que se leen con frecuencia en los premios literarios de la actualidad, y que se ha hecho un nombre a base de constancia. Además, en una medida importante, las novelas de reciente publicación están firmadas por mujeres. Pero lo cierto es que nadie te hace las cosas fáciles, te catalogues dentro del grupo en el que te catalogues: mujer, judío, negro, homosexual, disidente, indio. Todo hay que ganarlo con esfuerzo en una lucha en la que el otro nunca te hará concesiones. En todo caso, depende de cada quien: refugiarse tras un colectivo mancillado o entender que los resultados que obtienes dependen básicamente de tu esfuerzo. Nadie es capaz de negarle su estatura a Ana Teresa Torres, María Fernanda Palacios o Ana Enriqueta Terán por ser mujeres.
Sorteando los caprichos de su memoria, el editor de la revista digital Ficción Breve Venezolana nos confesó que su primer relato lo escribió en diciembre del año 1993: “Durante esos días, me senté frente a la computadora y comencé a escribir un cuento que era una impúdica imitación de Borges. Uno de esos cuentos que posteriormente lo avergüenzan a uno, pero que revelan una vocación”.
—¿Participaste en algún taller literario?
—Sí. Estuve en el taller de narrativa del Celarg, conducido por Ángel Gustavo Infante, entre 1999 y 2000. Participé, además, en un breve taller con Marcos Tarre, sobre la novela policial. Eso, en lo formal. Por otra parte, trato de aprender de cada conversación, de cada sugerencia, de cada ventana que me abren los autores con más experiencia. No dejo de sentirme afortunado, por ejemplo, de que Oscar Marcano, eventualmente, tenga conmigo el generoso gesto de hacerme observaciones sobre mis textos, acompañados de un café, cuando el tiempo lo permite.
—¿Crees que los talleres literarios son fábricas de escritores?
—No, para nada. Los talleres literarios son la prueba fehaciente de que la matemática de la literatura se burla de las leyes de la economía. Nadie sabe dónde y cuándo aparece un autor de talento, ni siquiera un cuento memorable. Los talleres literarios, como suelo decirle a los que me escriben consultándome sobre el tema, acaso sirven para que las ovejas negras de la casa descubran que no están tan solas. Y ese papel sí lo cumplen a cabalidad. Ese y el de estimular la competencia, la tabulación íntima e involuntaria cuando calibras la evolución de tu generación expresada en las camadas de cada taller. Aunque no producen escritores, los talleres constituyen experiencias importantes en la vida del aspirante a escritor. Es inolvidable la sensación de sentarse en una mesa y recorrer la vista con disimulo entre desconocidos que serán, a una vez, tus futuros contendientes y tus futuros cómplices.
—¿Cuáles temas te motivan a escribir?
—Antes me parecían importantes los recovecos que se asomaban en esas grietas producidas por el intelecto humano, cuando cuestionaba la común percepción de la realidad. Era leer La máquina del tiempo, o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, por nombrar algunos textos clásicos, y sentir el placer del desconcierto. Con el tiempo descubrí que la realidad es de por sí fantástica y compleja y asombrosa, por lo que en cada pedazo de vida, en cada situación imaginada, en cada conversación escuchada en la calle, puede estar latente una historia maravillosa que exija perseguirla, buscarla, dar con ella, desentrañarla. Lo que tiene de impredecible la vida, es lo que la hace interesante.
—¿Cómo nacen tus obras?
—Creo que ese es uno de los misterios más celosamente guardados de la creación artística. Sospecho que el que se topa con la fórmula comienza a producir muchos libros y poca literatura. Fito Páez señaló en una ocasión que para crecer hay que traicionarse, y creo que de eso se trata. Cada nuevo proyecto es un reto diferente que requiere toda la atención de nuestras dudas y de nuestros anhelos: como una nueva novia o un nuevo hijo o un nuevo empleo. Algo que en principio es la incertidumbre y concluye sólo cuando forma parte de nuestras vidas.
—¿En cuál género literario te expresas mejor?
—Sin duda, en la narrativa. Los géneros literarios son inherentes al carácter de las personas. Yo sólo me concibo dialogando conmigo mismo desde la preexistencia de unas circunstancias y una trama y unos personajes que se hospedan en un cuarto de tu vida, y viven allí hasta que crees haber develado el misterio. Y, de hecho, como cada vez esos personajes y esas situaciones exigen más espacio, me he visto obligado a mudarme a la casa de la novela, más espaciosa que la del cuento, para dejar que se desarrollen a su gusto y expresen con mayor libertad los conflictos y felicidades que enfrentan.
—Aparte de la lectura, ¿existen otras fuentes de las cuales nutres para escribir?
—La lectura, en todas sus maneras de manifestarse. Ver la vida en su tránsito cotidiano supone pasar lo que se ve por el filtro del intelecto, que te pone automáticamente a desmenuzar, oler, palpar, cada cosa que cae allí, para ver qué de todo lo que va quedando tiene un potencial valor como historia independiente. Y ver la vida supone leer literatura, leer la prensa, escuchar conversaciones ajenas, ver cine, escuchar música y hasta recordar conversaciones con seres queridos. La necesidad de entender la vida que te rodea te lleva al neurótico punto en que todo es materia de la literatura.
—A tu criterio, ¿cuáles escritores venezolanos son fundamentales?
—Es difícil dar una respuesta sistemática a esa pregunta. Habría que partir de la advertencia de que la categoría de fundamentales la dan nuestros propios gustos y caprichos. Siendo así, para mí son fundamentales Mariano Picón Salas y Augusto Mijares, algunas de cuyas ideas aún no hemos alcanzado como sociedad; o la sencillez estilística de Julio Garmendia. También te podría decir que Rafael Cadenas o Eugenio Montejo. Pero me inclino a pensar que, desde el punto de vista de la felicidad personal que nos producen, también serían fundamentales algunas líneas, o cuentos, o anécdotas que nos han edificado como lectores. Y eso incluiría cosas tan poco conocidas como el cuento “Mañana sí será”, de un escritor que nadie recuerda, llamado Raúl Valera. O tantas líneas maravillosas que he debido leer desde Ficción Breve Venezolana, escritas por autores desconocidos.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos como los de otros países?
—Seguramente se debe a muchos factores. Uno de ellos podría ser que no inscribimos nuestro nombre en la época del boom. Y eso podría deberse a que la barra y los cargos consulares tenían a nuestros autores sumergidos en una especie de líquido amniótico. Pero esas son conjeturas no comprobables. También pueda deberse a que nuestra condición de país petrolero que da al Caribe nos conformó un pueblo poco dado a la reflexión y a cultivar expresiones del intelecto. O quizá incida el hecho de que las grandes editoriales, y sus vigorosos mercados, están asentadas en otros países de la región, como Colombia, Argentina y México. O que hasta hace unos años no tuvimos una migración importante (cosa que ha cambiado, ya que nuestra población en el autoexilio comienza a ser significativa). Sin embargo, Venezuela también posee una tradición importante, además de que sospecho que nuestra literatura, más necesitada de su propio espacio, de decir cosas, y con la atención del mundo en nuestros acontecimientos, será cada vez más conocida fuera de nuestras fronteras.
—¿Cómo influyó el boom latinoamericano en la literatura venezolana?
—Generó un complejo de inferioridad muy grande, ya que al no tener presencia en él, vimos nuestra literatura con minusvalía, lo cual se tradujo en reticencia, en falta de fe. Ese complejo tuvo reacciones diversas: desde los insufribles imitadores de García Márquez, hasta los que, en falso desdén hacia el público, hicieron una obra ilegible. El boom es un período superado y los venezolanos tenemos que concentrarnos en nuestras posibilidades actuales, en que no tenemos un marco de referencia que nos ponga en desventaja.
—Es difícil ser escritor en un país de pocos lectores? ¿Cómo asumes ese reto?
—La escritura es un hecho anterior a la edición del libro y los asuntos relativos al mercado. Por tanto, esa condición no debería influir en esa necesidad impostergable de escribir, y de hacerlo bien. Ahora bien, que seamos un país de pocos lectores es responsabilidad de todos, incluyendo a los autores. Durante décadas, algunos escritores venezolanos se esforzaron por hacer una literatura ilegible para el público. Eso, afortunadamente, está cambiando. Los escritores de las nuevas generaciones quieren hacer una literatura de calidad, pero que llegue al público. Y el incremento de las ventas de los libros de autores del patio sólo se puede explicar con la existencia de nuevos lectores, por lo que creo que los autores comienzan a hacer la parte que les toca. Ahora le toca a los editores, en generar mejores políticas de promoción, y al Estado: si haces una Feria Internacional del Libro en el Parque del Este y en vez de incentivar a la población a que se acerque, la espantas con discursos cargados de contenido político e ideológico, no estás ayudando en mucho a esa existencia de nuevos lectores.
—¿Cómo percibes la presencia de la mujer en el mundo de la literatura?
—Como en todas las actividades humanas: cada vez mayor. Hay excelentes narradoras en la actualidad, incluso dentro de las nuevas promociones, como el caso, por ejemplo, de Krina Ber, por citar uno de esos nombres femeninos que se leen con frecuencia en los premios literarios de la actualidad, y que se ha hecho un nombre a base de constancia. Además, en una medida importante, las novelas de reciente publicación están firmadas por mujeres. Pero lo cierto es que nadie te hace las cosas fáciles, te catalogues dentro del grupo en el que te catalogues: mujer, judío, negro, homosexual, disidente, indio. Todo hay que ganarlo con esfuerzo en una lucha en la que el otro nunca te hará concesiones. En todo caso, depende de cada quien: refugiarse tras un colectivo mancillado o entender que los resultados que obtienes dependen básicamente de tu esfuerzo. Nadie es capaz de negarle su estatura a Ana Teresa Torres, María Fernanda Palacios o Ana Enriqueta Terán por ser mujeres.
—¿Cuáles libros o autores de la literatura universal recomendarías?
—Es una pregunta difícil. Habría que remitirse a los clásicos y no sé si hay mucha gente dispuesta a leerlos. En todo caso, me parece que no se debe dejar de intentar leer a Chejov, a Maupassant, a Shakespeare o Cervantes.
—¿Las instituciones del Estado ofrecen la ayuda necesaria al escritor?
—No. Ningún gobierno tendrá demasiado interés en apoyar el pensamiento crítico, diga lo que diga. Acaso lo necesario para cuidar las formas. Asignan algunos presupuestos y ejecutan algunas políticas, unas mejores que otras, pero se podría hacer muchísimo más en un país en el que el sueldo de un mes de un magistrado, diputado u otro alto funcionario podría financiar decenas de talleres o becas. Un país tan rico cuya comitiva presidencial durante las giras mundiales puede alcanzar la saudita cifra de 300 funcionarios, o más. Creo que, en lo sustancial, no hemos mejorado mucho. A lo sumo se les quitó a unos, argumentando exclusión, para dárselo a otros, generando igualmente exclusión. En todo caso, creo que es por no ayudar que el Estado ha producido un beneficio inmenso indirecto, porque el alejamiento voluntario o forzado de muchos autores de las editoriales estatales ha provocado una reactivación de la actividad privada como no se había visto en mucho tiempo.
—¿Cuál es la función del escritor?
—Las funciones, los papeles, los asigna la sociedad. Es lo que le toca hacer a cada quien en el juego colectivo. Una sociedad que no lee y que, por ende, no es dada a la reflexión, no tiene previsto la presencia de ese personaje en su trama, por lo que difícilmente le puede asignar un rol, una función. Entonces, al no rendirle cuentas a la sociedad, el escritor le rinde cuentas solamente a su conciencia, y ésta debe obligarlo a ser honesto con lo que escribe, exigente consigo mismo y a no eludir llegar hasta el fondo mismo de sus indagaciones, así remueva fantasmas o tropiece al dolor.
—¿Cómo ves el panorama regional actual?
—Partiendo de lo que te comenté anteriormente en torno a la relación entre ausencia del Estado y desarrollo de la actividad privada, sospecho que la predominancia de las actividades patrocinadas por el gobierno en detrimento de las actividades con mayor independencia de acción, no ofrecen un panorama muy alentador al desarrollo de la literatura en la región. Un patrocinante privado difícilmente te marca pauta en tu trabajo creativo. No podría decirse lo mismo del gobierno.
—¿Qué opinas de las nuevas tecnologías?
—Que son inevitables. Que todo buen artista aprovecha las herramientas que estén a su alcance en pro del desarrollo y la difusión de su obra. Que toda herramienta tiene el uso que se le dé, y si se puede llenar la red de contenido cultural, estamos haciendo lo que nos toca. Desdeñar la tecnología y los nuevos soportes en defensa de un purismo arcaico te delata como una persona fuera de tu tiempo, lo cual sería un inmenso contrasentido, porque los artistas e intelectuales se han caracterizado siempre por ser la vanguardia de su época.
—¿Crees que algún día los e-books suplantarán a los libros tradicionales?
—Sin duda que sí, y es una discusión superada y estéril. Ya la pregunta posible es cuándo, y creo que ese cuándo está un poco lejos. La literatura es una actividad espiritual que se ejecuta con las herramientas (pluma de ganso o laptop) y los medios de difusión (pergamino o e-book) que estén disponibles en cada época. Afirmar, como lo hizo Saramago, que no se podría llorar sobre un disco duro, es una inmensa necedad. ¿Acaso pierde algo una sonata de Beethoven porque se escuche en un iPod? Uno de los pecados del artista, del escritor, es volverse reaccionario. Si no ha alcanzado la época en la que vive, ¿cómo podría interpretarla?
—Es una pregunta difícil. Habría que remitirse a los clásicos y no sé si hay mucha gente dispuesta a leerlos. En todo caso, me parece que no se debe dejar de intentar leer a Chejov, a Maupassant, a Shakespeare o Cervantes.
—¿Las instituciones del Estado ofrecen la ayuda necesaria al escritor?
—No. Ningún gobierno tendrá demasiado interés en apoyar el pensamiento crítico, diga lo que diga. Acaso lo necesario para cuidar las formas. Asignan algunos presupuestos y ejecutan algunas políticas, unas mejores que otras, pero se podría hacer muchísimo más en un país en el que el sueldo de un mes de un magistrado, diputado u otro alto funcionario podría financiar decenas de talleres o becas. Un país tan rico cuya comitiva presidencial durante las giras mundiales puede alcanzar la saudita cifra de 300 funcionarios, o más. Creo que, en lo sustancial, no hemos mejorado mucho. A lo sumo se les quitó a unos, argumentando exclusión, para dárselo a otros, generando igualmente exclusión. En todo caso, creo que es por no ayudar que el Estado ha producido un beneficio inmenso indirecto, porque el alejamiento voluntario o forzado de muchos autores de las editoriales estatales ha provocado una reactivación de la actividad privada como no se había visto en mucho tiempo.
—¿Cuál es la función del escritor?
—Las funciones, los papeles, los asigna la sociedad. Es lo que le toca hacer a cada quien en el juego colectivo. Una sociedad que no lee y que, por ende, no es dada a la reflexión, no tiene previsto la presencia de ese personaje en su trama, por lo que difícilmente le puede asignar un rol, una función. Entonces, al no rendirle cuentas a la sociedad, el escritor le rinde cuentas solamente a su conciencia, y ésta debe obligarlo a ser honesto con lo que escribe, exigente consigo mismo y a no eludir llegar hasta el fondo mismo de sus indagaciones, así remueva fantasmas o tropiece al dolor.
—¿Cómo ves el panorama regional actual?
—Partiendo de lo que te comenté anteriormente en torno a la relación entre ausencia del Estado y desarrollo de la actividad privada, sospecho que la predominancia de las actividades patrocinadas por el gobierno en detrimento de las actividades con mayor independencia de acción, no ofrecen un panorama muy alentador al desarrollo de la literatura en la región. Un patrocinante privado difícilmente te marca pauta en tu trabajo creativo. No podría decirse lo mismo del gobierno.
—¿Qué opinas de las nuevas tecnologías?
—Que son inevitables. Que todo buen artista aprovecha las herramientas que estén a su alcance en pro del desarrollo y la difusión de su obra. Que toda herramienta tiene el uso que se le dé, y si se puede llenar la red de contenido cultural, estamos haciendo lo que nos toca. Desdeñar la tecnología y los nuevos soportes en defensa de un purismo arcaico te delata como una persona fuera de tu tiempo, lo cual sería un inmenso contrasentido, porque los artistas e intelectuales se han caracterizado siempre por ser la vanguardia de su época.
—¿Crees que algún día los e-books suplantarán a los libros tradicionales?
—Sin duda que sí, y es una discusión superada y estéril. Ya la pregunta posible es cuándo, y creo que ese cuándo está un poco lejos. La literatura es una actividad espiritual que se ejecuta con las herramientas (pluma de ganso o laptop) y los medios de difusión (pergamino o e-book) que estén disponibles en cada época. Afirmar, como lo hizo Saramago, que no se podría llorar sobre un disco duro, es una inmensa necedad. ¿Acaso pierde algo una sonata de Beethoven porque se escuche en un iPod? Uno de los pecados del artista, del escritor, es volverse reaccionario. Si no ha alcanzado la época en la que vive, ¿cómo podría interpretarla?
Herramienta del pensamiento
La escritura es una herramienta del pensamiento, y el deber del escritor es abordar su oficio con honestidad y con absoluta conciencia de que su palabra es la única cosa que posee, por lo que no puede venderla al poder de turno, ni usarla de testimonio de los intereses de terceros; porque el escritor debe ser un eterno inconforme, alguien que nunca da por hecho nada, que desconfía de toda afirmación tajante
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los blogs se alimentan de palabras, gracias por dejar sus comentarios en el mío.
Un abrazo,
Rafael Ortega