Existe una sintaxis de preocupaciones temáticas, que está como muy ordenada, en el panorama de la poesía venezolana en general: la casa, la infancia, el amor, los viajes, tratando de establecer una conversación de tú a tú entre los espacios venezolanos con lo que tradicionalmente se consigue en otros lugares
Texto y foto: Rafael Ortega
Una de las referencias obligatorias al momento de realizar un estudio acerca de la literatura en el estado Aragua es el escritor y editor Harry Almela (Caracas, 1953), quien ha dedicado su vida a construir un universo particular, a través de un exquisito manejo del lenguaje, que convida al lector a transitar por el camino de las reminiscencias y los campos de lo onírico.
En reconocimiento a la calidad de sus obras en los distintos géneros, que ha trabajado con la dedicación de un orfebre de la palabra, ha recibido diversos premios que lo consolidan como una de las voces de mayor proyección en nuestro país.
—¿Cuáles fueron tus lecturas iniciales?
— Me enseñaron a leer a los cinco años de edad con el libro Poda de Andrés Eloy Blanco, los cuentos de Andersen y La Pequeña Lulú. Cuando entré al segundo grado de la escuela, ya sabía leer y escribir. Haber aprendido en esas tres fuentes me ayudó a comprender que no hay mucha diferencia entre la realidad y la ficción. En mi niñez, además de leer los textos de Andrés Eloy Blanco, lo escuchaba recitar en los discos de acetato que salían al mercado. Luego entré al mundo de la narrativa, leyendo literatura de aventuras: Alejandro Dumas, Charles Dickens... en casa había unos libros de la colección Aguilar —todavía conservan algunos ejemplares allí—, donde leí por primera vez a Rómulo Gallegos, Mariano Picón Salas, Ramón Díaz Sánchez, además de la novela policial clásica: sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie...
—Entre los años 1981 y 1982 participaste en un taller literario del Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”, diez años después fuiste coordinador de un taller de poesía en la misma institución. ¿Consideras que los talleres literarios son fábricas de escritores?
—No, más “fábricas de escritores” son los grupos literarios (risas). Pienso que ese fue el último gran taller de poesía que se dictó en el Celarg, aunque años después dicté uno en esa institución. Allí participaron Leonardo Padrón, Eloy Yagüe, Lourdes Sifontes Greco, María Auxiliadora Álvarez, Sonia González, Patricia Guzmán, María Vásquez y Maritza Jiménez, entre otros. Fue un grupo que después siguió, cada uno en su ritmo, con su voz particular, sus propios derroteros, ya sea en la dramaturgia, en la narrativa, en la poesía o en la investigación. El hecho de haber tenido a un maestro como Luis Alberto Crespo nos marcó mucho. Luego empecé a estudiar las fuentes de donde venía Luis Alberto: Paul Celan, René Char, Edmond Jabès... entonces, cuando te encuentras con los maestros de los maestros y comienzas a entender que esa camisa de fuerza que has heredado no te permite expresar lo que realmente quieres decir, y en la medida que vas asumiendo la conciencia más o menos inteligente de la voz que te toca asumir dentro del coro, vas apartándote y eso fue lo que sucedió. Yo fui tallerista, armé y coordiné talleres, por lo que creo que una de las cosas más importantes es que te brindan la posibilidad de compartir los temores de la escritura, sobre todo para la gente joven que está comenzando, y son un espacio para el encuentro con la bibliografía, de los libros que debes leer en función del ejercicio de la escritura.
—¿Cuáles son los temas que te motivan a escribir?
—Lo que me ocurre no deja de ocurrirle al resto de los poetas de este país. Existe una sintaxis de preocupaciones temáticas, que está como muy ordenada, en el panorama de la poesía venezolana en general: la casa, la infancia, el amor, los viajes, tratando de establecer una conversación de tú a tú entre los espacios venezolanos con lo que tradicionalmente se consigue en otros lugares. Por ejemplo, a la gente no le cuesta mucho hablar de París, pero sí le cuesta hablar de Villa de Cura. En un libro llamado Instrucciones para armar un meccano —que espero sea el último que publique—, hay unos poemas que podrían tener la marca de “municipales”. Esos temas son los que están ahí, siempre presentes, porque en este país de ausencias, de exiliados —desde el punto de vista del territorio y de la lengua—, el único sitio donde se puede fijar la memoria colectiva es en estos espacios. No es casual que en Mi padre el inmigrante, de Vicente Gerbasi, considerado por algunos como el padre de la modernidad en Venezuela, se destaque la presencia del padre, de la infancia, de la casa, de la aldea. Gerbasi construyó un Canoabo literario.
—Aparte de la lectura, ¿de cuáles otras fuentes te nutres para escribir?
—Desde pequeño siempre tuve una cercanía con la música, con la ejecución de los instrumentos y el canto, hasta que comprendí que era imposible escribir poesía sin los conceptos básicos de la música: el ritmo, la melodía. Luego, durante mi formación académica, tuve la fortuna de ver una asignatura donde se estudia cómo suenan las palabras y eso me ayudó a entender la historia de la poesía en castellano. Entendí que la música no es solamente un tema, sino que es el espíritu mismo de la poesía. Si la música no está presente en un poema, tú lo sientes. Entonces, el problema consiste en aunar la música al tema. Con las artes visuales tuve un acercamiento por cuestiones laborales, pues me tocó investigar sobre el paisaje en la literatura venezolana y descubrí que existe un paralelo, lo que en la poesía se expresa de una manera, en las artes visuales se expresa de forma parecida.
—A tu criterio, ¿cuáles escritores venezolanos son fundamentales?
—Yo dije que no haría más listas porque eso es “pavoso” (risas). Podría ser injusto, pero hay poetas a los que siempre regreso pues considero que son los que me dicen cosas: Andrés Eloy Blanco, Miguel Ramón Utrera (a quien pocos leen en este país), Enriqueta Arvelo Larriva. Con Rafael Cadenas y Eugenio Montejo me sucede otra cosa porque, además de leer sus obras, existe con ellos una amistad personal, y agradezco mucho sus conversaciones.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos en el exterior?
—A mí me parece bien, por una parte. En el prólogo de la antología a Rafael Cadenas publicada por Visor en Madrid, Ana Nuño dice que la poesía venezolana siempre se siente en minusvalía, lo cual es bueno —y estoy de acuerdo con su criterio— porque ha facilitado el hecho de escribir a contracorriente de los gustos públicos y de los gustos editoriales. Si en algún momento la poesía venezolana se va a imponer, se va a reconocer en el mundo a partir de ese principio. El otro elemento es que el escritor venezolano se acomodó a los registros culturales de las instituciones, pues a cada uno se le dio —y me incluyo en ello— su plato de petróleo, traducido en canonjías consulares y editoriales. Por ejemplo, crearon Monte Ávila para publicar las obras. Yo tengo tres libros en esa editorial y no sucede nada más allá de ciertos espacios.
—¿Las políticas editoriales del Estado han sido efectivas a la hora de difundir las obras literarias?
—No le agradezco a Monte Ávila haberme publicitado en el extranjero. Recuerdo que una vez fui invitado a presentar mi libro en la Feria de Guadalajara en México y cuando llegué allá no había ni un ejemplar. Por suerte, llevaba algunos para regalárselos a las personas que iba a conocer y ése terminó siendo el material con el cual se hizo la actividad. Con esto te das cuenta de cómo son las cosas. Esa relación con ese ogro filantrópico que es el Estado, le ha hecho mucho daño a la poesía venezolana. Pero ha ocurrido lo que tenía que ocurrir, la poesía venezolana empieza a aparecer en los escenarios académicos internacionales. En los casos de Colombia, México, Argentina y Brasil es distinto porque ellos asumen desde el principio que uno de los trabajos de la Cancillería es promover sus productos culturales, pues detrás de ellos viene el resto de la política. Pero como aquí eso de la cultura y las artes es un poco “municipal”, no se le presta mucha atención.
En reconocimiento a la calidad de sus obras en los distintos géneros, que ha trabajado con la dedicación de un orfebre de la palabra, ha recibido diversos premios que lo consolidan como una de las voces de mayor proyección en nuestro país.
—¿Cuáles fueron tus lecturas iniciales?
— Me enseñaron a leer a los cinco años de edad con el libro Poda de Andrés Eloy Blanco, los cuentos de Andersen y La Pequeña Lulú. Cuando entré al segundo grado de la escuela, ya sabía leer y escribir. Haber aprendido en esas tres fuentes me ayudó a comprender que no hay mucha diferencia entre la realidad y la ficción. En mi niñez, además de leer los textos de Andrés Eloy Blanco, lo escuchaba recitar en los discos de acetato que salían al mercado. Luego entré al mundo de la narrativa, leyendo literatura de aventuras: Alejandro Dumas, Charles Dickens... en casa había unos libros de la colección Aguilar —todavía conservan algunos ejemplares allí—, donde leí por primera vez a Rómulo Gallegos, Mariano Picón Salas, Ramón Díaz Sánchez, además de la novela policial clásica: sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie...
—Entre los años 1981 y 1982 participaste en un taller literario del Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”, diez años después fuiste coordinador de un taller de poesía en la misma institución. ¿Consideras que los talleres literarios son fábricas de escritores?
—No, más “fábricas de escritores” son los grupos literarios (risas). Pienso que ese fue el último gran taller de poesía que se dictó en el Celarg, aunque años después dicté uno en esa institución. Allí participaron Leonardo Padrón, Eloy Yagüe, Lourdes Sifontes Greco, María Auxiliadora Álvarez, Sonia González, Patricia Guzmán, María Vásquez y Maritza Jiménez, entre otros. Fue un grupo que después siguió, cada uno en su ritmo, con su voz particular, sus propios derroteros, ya sea en la dramaturgia, en la narrativa, en la poesía o en la investigación. El hecho de haber tenido a un maestro como Luis Alberto Crespo nos marcó mucho. Luego empecé a estudiar las fuentes de donde venía Luis Alberto: Paul Celan, René Char, Edmond Jabès... entonces, cuando te encuentras con los maestros de los maestros y comienzas a entender que esa camisa de fuerza que has heredado no te permite expresar lo que realmente quieres decir, y en la medida que vas asumiendo la conciencia más o menos inteligente de la voz que te toca asumir dentro del coro, vas apartándote y eso fue lo que sucedió. Yo fui tallerista, armé y coordiné talleres, por lo que creo que una de las cosas más importantes es que te brindan la posibilidad de compartir los temores de la escritura, sobre todo para la gente joven que está comenzando, y son un espacio para el encuentro con la bibliografía, de los libros que debes leer en función del ejercicio de la escritura.
—¿Cuáles son los temas que te motivan a escribir?
—Lo que me ocurre no deja de ocurrirle al resto de los poetas de este país. Existe una sintaxis de preocupaciones temáticas, que está como muy ordenada, en el panorama de la poesía venezolana en general: la casa, la infancia, el amor, los viajes, tratando de establecer una conversación de tú a tú entre los espacios venezolanos con lo que tradicionalmente se consigue en otros lugares. Por ejemplo, a la gente no le cuesta mucho hablar de París, pero sí le cuesta hablar de Villa de Cura. En un libro llamado Instrucciones para armar un meccano —que espero sea el último que publique—, hay unos poemas que podrían tener la marca de “municipales”. Esos temas son los que están ahí, siempre presentes, porque en este país de ausencias, de exiliados —desde el punto de vista del territorio y de la lengua—, el único sitio donde se puede fijar la memoria colectiva es en estos espacios. No es casual que en Mi padre el inmigrante, de Vicente Gerbasi, considerado por algunos como el padre de la modernidad en Venezuela, se destaque la presencia del padre, de la infancia, de la casa, de la aldea. Gerbasi construyó un Canoabo literario.
—Aparte de la lectura, ¿de cuáles otras fuentes te nutres para escribir?
—Desde pequeño siempre tuve una cercanía con la música, con la ejecución de los instrumentos y el canto, hasta que comprendí que era imposible escribir poesía sin los conceptos básicos de la música: el ritmo, la melodía. Luego, durante mi formación académica, tuve la fortuna de ver una asignatura donde se estudia cómo suenan las palabras y eso me ayudó a entender la historia de la poesía en castellano. Entendí que la música no es solamente un tema, sino que es el espíritu mismo de la poesía. Si la música no está presente en un poema, tú lo sientes. Entonces, el problema consiste en aunar la música al tema. Con las artes visuales tuve un acercamiento por cuestiones laborales, pues me tocó investigar sobre el paisaje en la literatura venezolana y descubrí que existe un paralelo, lo que en la poesía se expresa de una manera, en las artes visuales se expresa de forma parecida.
—A tu criterio, ¿cuáles escritores venezolanos son fundamentales?
—Yo dije que no haría más listas porque eso es “pavoso” (risas). Podría ser injusto, pero hay poetas a los que siempre regreso pues considero que son los que me dicen cosas: Andrés Eloy Blanco, Miguel Ramón Utrera (a quien pocos leen en este país), Enriqueta Arvelo Larriva. Con Rafael Cadenas y Eugenio Montejo me sucede otra cosa porque, además de leer sus obras, existe con ellos una amistad personal, y agradezco mucho sus conversaciones.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos en el exterior?
—A mí me parece bien, por una parte. En el prólogo de la antología a Rafael Cadenas publicada por Visor en Madrid, Ana Nuño dice que la poesía venezolana siempre se siente en minusvalía, lo cual es bueno —y estoy de acuerdo con su criterio— porque ha facilitado el hecho de escribir a contracorriente de los gustos públicos y de los gustos editoriales. Si en algún momento la poesía venezolana se va a imponer, se va a reconocer en el mundo a partir de ese principio. El otro elemento es que el escritor venezolano se acomodó a los registros culturales de las instituciones, pues a cada uno se le dio —y me incluyo en ello— su plato de petróleo, traducido en canonjías consulares y editoriales. Por ejemplo, crearon Monte Ávila para publicar las obras. Yo tengo tres libros en esa editorial y no sucede nada más allá de ciertos espacios.
—¿Las políticas editoriales del Estado han sido efectivas a la hora de difundir las obras literarias?
—No le agradezco a Monte Ávila haberme publicitado en el extranjero. Recuerdo que una vez fui invitado a presentar mi libro en la Feria de Guadalajara en México y cuando llegué allá no había ni un ejemplar. Por suerte, llevaba algunos para regalárselos a las personas que iba a conocer y ése terminó siendo el material con el cual se hizo la actividad. Con esto te das cuenta de cómo son las cosas. Esa relación con ese ogro filantrópico que es el Estado, le ha hecho mucho daño a la poesía venezolana. Pero ha ocurrido lo que tenía que ocurrir, la poesía venezolana empieza a aparecer en los escenarios académicos internacionales. En los casos de Colombia, México, Argentina y Brasil es distinto porque ellos asumen desde el principio que uno de los trabajos de la Cancillería es promover sus productos culturales, pues detrás de ellos viene el resto de la política. Pero como aquí eso de la cultura y las artes es un poco “municipal”, no se le presta mucha atención.
—¿Consideras que la literatura venezolana es material de exportación?
—Bueno. Me invitaron a la Bienal de Mérida porque van a hacer un homenaje a Pepe Barroeta, quien publicó y además grabó unos poemas antes de morir para Candaya (una editorial española), lo cual ha sido todo un acontecimiento. Ya se han agotado dos ediciones, va para la tercera y se han hecho unas veinte presentaciones en toda España. Qué bueno que la academia y las editoriales extranjeras se estén preocupando por Pepe. Antes de él, ya estaban (José Antonio) Ramos Sucre, Eugenio (Montejo) y Rafael (Cadenas). Se está dando un acercamiento de los españoles, que es verdaderamente grato, lo que demuestra que en cuanto a calidad y profundidad, la poesía latinoamericana “se lleva en los cachos” a la poesía española contemporánea. Allí se unieron las ganas de comer con el hambre. Existe un gran interés por parte de las editoriales españolas por publicar literatura latinoamericana. Actualmente, estoy preparando una antología de la poesía amorosa en Venezuela para una editorial española. El hecho de que una editorial internacional se esté preocupando por publicar estos ejercicios poéticos, particulares y temáticos, es importante, independientemente de que lo haga Harry Almela.
—¿Cómo percibes la presencia de la mujer en el mundo de la literatura?
—En Venezuela, la poesía escrita por mujeres es de antigua data. A principios del siglo veinte, ya María Calcaño escribía poesía, así como Luisa del Valle Silva. Entonces, cuando vino el boom de la poesía escrita por mujeres en los ochenta (María Auxiliadora Álvarez, Patricia Guzmán, Hanni Osott, entre otras), a muchos pareció sorprenderles que las mujeres sean inteligentes y también escriban. El mayor reto que tiene la literatura escrita por mujeres es pelear contra el discurso masculino. En el caso de la literatura escrita por hombres, a nosotros nos interesa demostrar que sufrimos, que paseamos, que miramos y queremos poseer el mundo. A las mujeres no les interesa demostrar nada, porque si así fuera, sería una pobre poesía, sería competir en el mismo terreno del discurso de lo masculino. Entonces les corresponde elaborar un discurso desde la exclusión con un registro muy particular, lo que lo hace más interesante.
—¿Cuál es la función de un escritor?
Tras lanzar una carcajada, el poeta recordó una frase de Octavio Paz cuando renunció a la Embajada de México en la India: “Mi único deber es con la palabra y con la conciencia”. Minutos después, continuó:
—Creo que en la modernidad, si el poeta no se asume como exiliado, no tiene la posibilidad de escribir una sola línea. Si algún deber tiene el escritor es el de ser, de alguna manera, la conciencia y la voz de la época y eso lo obliga a estar siempre a contracorriente, atendiendo las grandes y pequeñas preocupaciones y la preservación del idioma. No entiendo a los escritores que se cuadran con regímenes políticos y los defienden a capa y espada. Si algo nos enseñó (Charles) Baudelaire, el ensayista, es que el poeta es el primer exiliado de la modernidad.
—¿Piensas que las nuevas tecnologías son herramientas útiles para la promoción del escritor?
—No sé si para promocionar al escritor, pero sí lo son para escribir con más sosiego. Ahora no puedo escribir si no es frente a la pantalla del computador. En la medida que más países puedan tener acceso a la red, habrá mayor manejo de la información, pero una cosa es la información y otra cosa es la cultura.
—Bueno. Me invitaron a la Bienal de Mérida porque van a hacer un homenaje a Pepe Barroeta, quien publicó y además grabó unos poemas antes de morir para Candaya (una editorial española), lo cual ha sido todo un acontecimiento. Ya se han agotado dos ediciones, va para la tercera y se han hecho unas veinte presentaciones en toda España. Qué bueno que la academia y las editoriales extranjeras se estén preocupando por Pepe. Antes de él, ya estaban (José Antonio) Ramos Sucre, Eugenio (Montejo) y Rafael (Cadenas). Se está dando un acercamiento de los españoles, que es verdaderamente grato, lo que demuestra que en cuanto a calidad y profundidad, la poesía latinoamericana “se lleva en los cachos” a la poesía española contemporánea. Allí se unieron las ganas de comer con el hambre. Existe un gran interés por parte de las editoriales españolas por publicar literatura latinoamericana. Actualmente, estoy preparando una antología de la poesía amorosa en Venezuela para una editorial española. El hecho de que una editorial internacional se esté preocupando por publicar estos ejercicios poéticos, particulares y temáticos, es importante, independientemente de que lo haga Harry Almela.
—¿Cómo percibes la presencia de la mujer en el mundo de la literatura?
—En Venezuela, la poesía escrita por mujeres es de antigua data. A principios del siglo veinte, ya María Calcaño escribía poesía, así como Luisa del Valle Silva. Entonces, cuando vino el boom de la poesía escrita por mujeres en los ochenta (María Auxiliadora Álvarez, Patricia Guzmán, Hanni Osott, entre otras), a muchos pareció sorprenderles que las mujeres sean inteligentes y también escriban. El mayor reto que tiene la literatura escrita por mujeres es pelear contra el discurso masculino. En el caso de la literatura escrita por hombres, a nosotros nos interesa demostrar que sufrimos, que paseamos, que miramos y queremos poseer el mundo. A las mujeres no les interesa demostrar nada, porque si así fuera, sería una pobre poesía, sería competir en el mismo terreno del discurso de lo masculino. Entonces les corresponde elaborar un discurso desde la exclusión con un registro muy particular, lo que lo hace más interesante.
—¿Cuál es la función de un escritor?
Tras lanzar una carcajada, el poeta recordó una frase de Octavio Paz cuando renunció a la Embajada de México en la India: “Mi único deber es con la palabra y con la conciencia”. Minutos después, continuó:
—Creo que en la modernidad, si el poeta no se asume como exiliado, no tiene la posibilidad de escribir una sola línea. Si algún deber tiene el escritor es el de ser, de alguna manera, la conciencia y la voz de la época y eso lo obliga a estar siempre a contracorriente, atendiendo las grandes y pequeñas preocupaciones y la preservación del idioma. No entiendo a los escritores que se cuadran con regímenes políticos y los defienden a capa y espada. Si algo nos enseñó (Charles) Baudelaire, el ensayista, es que el poeta es el primer exiliado de la modernidad.
—¿Piensas que las nuevas tecnologías son herramientas útiles para la promoción del escritor?
—No sé si para promocionar al escritor, pero sí lo son para escribir con más sosiego. Ahora no puedo escribir si no es frente a la pantalla del computador. En la medida que más países puedan tener acceso a la red, habrá mayor manejo de la información, pero una cosa es la información y otra cosa es la cultura.
Poesía fuera del poder
La poesía es la más difícil de todas las expresiones literarias y es precisamente ahí donde está su aparente debilidad y su enorme fuerza. No acompaño a Rimbaud cuando dice que la poesía debe ser hecha por todos. La poesía no es para cultos ni para inteligentes ni para un sector exclusivo de la sociedad, ni para los que se suponen excluidos, y en cualquier caso debe mantenerse fuera de los espacios del poder
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Rafael Ortega