Empecé admitiendo la paradoja de mi trampa:
el enemigo cayó en ella sin ofrecer ninguna resistencia,
le di oportunidad de crecer, le permití desarrollar aptitudes
propias de su naturaleza, y ahora que su influencia
tanto pesaba sobre mí, ahora que me dominaba
por completo, debería convertirme en el más hábil
simulador para destruirlo.
Ednodio Quintero
El agresor cotidiano
Estaba en la azotea de uno de los superbloques de la 19 de Abril, a la espera de la concentración. El trabajo se veía fácil, apuntar hacia un objetivo cualquiera en la avenida, disparar y ya.
Como me quedaban algunas horas de ocio, me acosté en el piso y coloqué mi ojo en la mira. Ensayaba una y otra vez distintas posiciones para encontrar los ángulos más favorables.
¡Y vaya que si hallé uno! En un apartamento de los pisos altos del edificio Henri Pittier había una joven que se ejercitaba ante el televisor. Creo que hacía bailoterapia -o como le llamen- bajo el manto de la completa desnudez.
Ante mis ávidos ojos, cada salto se transformaba en un vaivén de esferas turgentes que domaban la ley de gravedad a su antojo.
Tendría unos diecinueve años, no más, pero su rostro reflejaba esa expresión de madurez que tan sólo otorga la experiencia.
En ocasiones me pareció advertir su mirada a través de las ventanas abiertas de par en par y por un instante casi olvido la razón de mi estadía.
Para amainar mis ansias decidí cambiarme de lugar, tomé el pañuelo que siempre guardo en el bolsillo trasero de mi pantalón y sequé las gotas de sudor en mi frente.
Por unos minutos traté de borrar de mi memoria la imagen de la gimnasta nudista, pero debo reconocer que fue poca la resistencia que puse de mi parte.
Una vez vencidos mis prejuicios, volví a agacharme frente al edificio, esta vez con menor suerte, pues ya no estaba allí.
Golpeé con fuerza el piso y hundí la cabeza entre los hombros mientras tiraba de mi cabello en señal de rendición ante la mala fortuna.
De pronto, unos pasos cada vez más cercanos retumbaron en mis oídos. ¡Tal vez fue ella quien me delató!, pensé.
-Ríndase, traidor a la patria –ordenaba una voz femenina-. Cuidado con lo que hace, tengo un arma y sé como usarla.
Miré de reojo y la distinguí bajo un diminuto vestido blanco que hacía juego con su bolso de mano. Tenía el cabello húmedo y sobre su piel aún resbalaban algunas gotas de agua como vestigios de una apresurada ducha.
Cuando soltaba el rifle con cuidado y levantaba la cabeza, tal como lo indicó, en retribución a mi obediencia descargó un fuerte puntapié sobre mi rostro e hizo sangrar mi labio inferior.
Lejos de protestar ante tal acción, bendije la grácil flexibilidad de sus piernas, lo que me permitió comprobar la autonomía de su piel bajo la tela.
-¿Quién te paga por esto, cobarde?
Le expliqué que jamás había usado un arma, que no conocía al tipo y lo único que sabía es que era un chivo grande, pues pagaría bien por la encomienda.
-¿Un francotirador que no sabe tirar? ¡Qué vergüenza!
Dicho esto, me obligó a tenderme boca arriba y ató mis muñecas y tobillos a unas vigas sobresalientes del piso.
Sacó un celular de su bolso e hizo una llamada. “La policía no tardará en llegar, pero antes sabrás lo que es una escuálida bien arrecha”, me dijo con firmeza.
La postura en que permanecía acostado, abierto como una estrella, dificultaba la movilidad de mi cuerpo, por lo que no me quedó más que imaginar lo peor cuando comenzó a bajarme la bragueta. “Por favor, no lo haga, aún no tengo la dicha de ser padre”, supliqué, pero ella sólo se reía de la congoja de mi sexo ante la incertidumbre de sus intenciones.
Entre el paroxismo y las risas convulsionadas, lo único que recuerdo es su cabeza hundida en mi entrepierna, susurrando entre subida y bajada preparen, apunten, fuego antes que mis ojos se tornaran blancos.
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Rafael Ortega