-Ninfa Monasterios Guevara-
Este hermoso valle custodiado por el Parque Nacional Henri Pittier, ha experimentado grandes cambios a lo largo de su evolución. En sus adentros guarda el recuerdo del paso de pueblos aborígenes, quienes dejaron materiales y herramientas utilitarias, que afloran de cuando en vez, al escarbar en las capas memoriosas de la tierra que los cobijó.
Fuimos, entonces, un espacio de compartir de algún pueblo indígena. Y eso no es descabellado imaginarlo, pues este valle debe haber sido un maravilloso regalo de la naturaleza: ríos, quebradas, acequias y riachuelos a granel. Árboles, arbustos, enredaderas y alfombras vegetales de todo tipo. Cientos de animales de todas las especies, caminando a sus anchas. En fin, toda una promesa para la sustentabilidad de la vida.
Con todo ese tesoro mostrado, estos valles limonenses fueron avizorados por otros ojos que lo convirtieron en hacienda de pasturas y producción de caña papelonera. Vinieron entonces, hombres y mujeres de otros lugares de la patria: desde Los Andes, Llanos, Centro-occidente, a sembrar sus vidas y su trabajo para el beneficio propio y ajeno, mi abuelo materno, Julián Guevara, entre ellos. Mano de obra dedicada al arduo trabajo de hacer producir la tierra, buena tierra por demás, y sentar las bases de lo que sería con el tiempo, este variopinto caserío de múltiples historias y tradiciones conjugadas en rima de convivencia tranquila.
Así comenzó la vida en El Limón, de manera pacífica, sin apremios. Cada quien fue asentándose donde su querencia lo llevó, en los espacios destinados para tal fin. Luego, eso que alguna gente llama desarrollo fue dando paso a la reducción de los espacios de agricultura y cría. Y las tierras se fueron sembrando de casas, calles, abastos y bares. Crecimiento sin mucho orden que delimitó el enjambre de callecitas y recovecos que hoy encontramos en los mapas de los diferentes sectores, especialmente los más antiguos.
Hoy por hoy, ya nuestra comarca no es lo que antes fue. Poco queda de la exuberante profusión de ríos y manantiales: la mayoría desaparecidos, otros invisibilizados bajo las moles de concreto y cabilla de las casas que los sepultaron y los menos, pujando por sobrevivir a nuestra indolente vecindad. Las neblinas que bajaban en las mañanas de nuestra infancia a saludar al nuevo día, hace rato que se fueron a otros espacios. Casi no vienen ahora por acá. Los árboles viven en franca lucha contra quienes los consideran un estorbo para la continuidad de la red de casas o una fuente de hojas molestas que afean sus solares. Pero, sigue llegando gente, porque El Limón siempre ha sido un lugar tranquilo, apetecible, agradable para vivir.
En nuestra memoria…aún subsiste la imagen querida, graciosa y agradable del abuelo Julián sentado frente a la casa, viendo pasar la tarde y las muchachas, saludando sonriente el paso de los vecinos y vecinas, disfrutando de la fresca brisa que bajaba (y todavía lo hace) desde el guardián verde, nuestro Henri Pittier, mientras contaba historias de aqu
í y de allá…
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Rafael Ortega