sábado, 10 de abril de 2010

Leonardo Maicán, un narrador apasionado por la historia: “El escritor es un cronista de su época”


La literatura es un monstruo de mil y una cabezas. Es un monstruo que se come a sí mismo, se devora a sí mismo, pero a la vez se recrea


Texto y foto: Rafael Ortega

En su haber se cuentan algunas menciones en reconocimiento a su trabajo literario. En el año 1992 publicó su primer libro de relatos, titulado Duelo de ases, y ahora comparte su trabajo docente con la escritura, oficio al cual llegó sin saber cómo ni cuándo, según nos confiesa el propio Leonardo Maicán (Maracay, 1967): “Mis inicios en la literatura son un poco oscuros. Es como si le preguntaras a alguien cuándo comenzó a caminar. Nadie sabe cuándo comenzó a caminar en sí. Algo así es la literatura. Empezamos a gatear, pero no tenemos conciencia. Damos nuestros primeros pininos para caminar, pero no tenemos conciencia. De repente, cuando somos niños leemos y escribimos, pero todavía no tenemos conciencia de que vamos a ser unos creadores, unos escritores. En bachillerato, algunos escribimos poemas cuando nos enamoramos de una compañera de estudios o de una profesora. Es algo tan instintivo como aprender a caminar, nunca sabemos cuándo comenzamos en sí”.
—¿Hubo alguna influencia en tus lecturas iniciales?
—Mi madre es una gran lectora, pero eso no influyó en mí. Todo fue espontáneo. Cuando era niño, mi abuela me mandaba a comprar los periódicos y me gustaba leerlos. Aunque aprendí a leer a los siete años, un poco tarde; de hecho, comencé a hablar casi a los cinco. En mi casa pensaban que iba a ser mudo. Pero ahora atribuyo eso a que sentía un gran apego hacia mi mundo interior.
Recuerdo cuando era estudiante de bachillerato y mi profesor era el poeta Alberto Hernández. En una prueba, Alberto nos dijo que por cada cinco errores ortográficos nos bajaría un punto. Pues, bueno, yo presenté el examen y escribí un relato de unas diez líneas. Cuando el profesor me entregó el examen me llamó aparte y me dijo: “Tú eres un tipo raro, si quisieras sacar veinte, lo sacas”. En aquellos tiempos, lo reconozco, no era un estudiante sobresaliente, era más bien tímido. Escribía una que otra cosa, pero luego destruía lo que hacía. Mis primeras lecturas fueron novelitas de kiosco, vaqueras, ciencia ficción. Cuando comencé a leer “literatura seria”, los primeros libros que cayeron en mis manos fueron Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal, de Francisco Massiani; El Llano en llamas y Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
—¿Qué te motivó a escribir?
—Como lo dije antes, siempre he tenido mi propio mundo interior. La vida es como una historia, como una narrativa. Es el hacer, el narrar, el actuar y siempre he sido muy observador. En mi cuento “Salón”, por ejemplo, trato de retratar la descomposición de la sociedad venezolana, la corrupción, la trata de blancas, la política burocrática... reflejo un poco lo que fue el cuatro de febrero del noventa y dos. El escritor es un cronista —para bien o para mal— de una determinada época.

—En una etapa de tu vida decidiste alistarte en el Batallón de Paracaidistas del Ejército venezolano, ¿qué anécdotas guardas de aquella experiencia?
—Desde niño me llamó la atención esa gente que se lanzaba desde las alturas. Cuando veía a un paracaidista en la calle era como si me topara con una estrella de cine. Decidí alistarme en el Ejército venezolano porque había desertado de la escuela y me dije, bueno, voy a meterme ahí a ver qué pasa. Buscaba experimentar y allí descubrí un mundo nuevo: el mundo militar, lo rígido, la disciplina, lo que llaman el carácter espartano. Levantarse a las cuatro de la madrugada a hacer ejercicios, a subir cerros trotando. En mis ratos libres leía. Cuando los oficiales pasaban revista en los escaparates siempre conseguían un libro en el mío.
—Hablemos de tus influencias literarias...
—Soy amante de la literatura antigua. El Quijote lo he leído como tres veces, al igual que las Novelas ejemplares. También está Dante Alighieri; Platón, con La República; Eurípides, Petrarca, Sófocles... me gusta mucho la literatura vieja, antigua. Es como si fueras a Centroamérica y te encontraras en la Selva Virgen con unas ruinas mayas, algo así como si las ves desnudas en el tiempo, en el espacio, y tú las percibes, las tocas y las hueles, las saboreas. Incluso, la literatura prehispánica, es algo sagrado. Aunque no puedo negar que me he nutrido mucho con el boom. Somos post boom. Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Bryce Echenique... independientemente de su ideología. A mí no me interesa que un escritor sea de derecha o izquierda, lo que me interesa es su literatura, su obra. También están Milan Kundera, Thomas Mann, Giovanni Papini y entre los venezolanos puedo mencionar a Salvador Garmendia, José Rafael Pocaterra y Guillermo Meneses.
De Garmendia, que en paz descanse, confieso que fue uno de los escritores que más he admirado y tuve el honor de que fue jurado de un concurso literario donde recibí una mención honorífica. Ese mismo año se publicó Duelo de ases y me gradué de bachiller. Cuando entré al Pedagógico, estudié la parte lingüística de una manera más precisa, con la obra de Chomsky, Saussure y Jacobson, descubrí mi parte lingüística, los misterios del idioma, la fonética, la semiótica.
Cuando leo una obra siempre me fijo en la manera como el escritor trata el tema, del estilo. Además, soy un apasionado de la historia, no sólo de Venezuela, sino la universal. La historia y la literatura van de la mano. Es como descubrir ciudades bajo la tierra. Algunos de mis relatos tienen que ver con la historia.
—Aparte de la narrativa, también has publicado algunos ensayos, ¿en cuál género te sientes más a gusto?
—Me gusta tanto el cuento como el ensayo. Comencé como cuentista, pero me siento a gusto con el ensayo. Nuestra mente es como un barco que va en el mar, en el mar de los sargazos, en un mar atlántico, un mar mediterráneo, que no sabe hacia dónde va, pero siempre va hacia un punto. Me gusta experimentar, leer la obra de equis autor y escribir sobre eso, siempre y cuando me resulte interesante.
—¿Qué opinas de los talleres literarios?
—Los talleres son un invento del siglo XX, quizás uno de los antecedentes se encuentra en el decálogo de Quiroga, que aunque no es un taller en sí, éste nos indica el camino a seguir. Creo que cada escritor respira de una manera diferente, come diferente, camina diferente. Los talleres nos sirven, quizás, para unificar criterios y guiar a las nuevas voces que se levantan. Muchos escritores famosos nunca pasaron por un taller de literatura. Ahora, ¿para qué se han prestado los talleres de literatura hoy en día? Para formar la línea y formar tribus, ¿cuántas tribus hay, cuántos talleres hay? Eso no debe ser así, debe haber unión. Participé en un taller con el poeta Harry Almela y reconozco haber aprendido mucho de él. Recuerdo una frase suya: “Hay que aprender a oír”. Cuando vamos al centro, al mercado, en medio de la bullaranga, hay que afinar el oído.
—¿Es difícil para un escritor publicar su obra en Venezuela?
—A pesar de que se ha abierto un abanico, continúa siendo difícil publicar. Si yo fuese millonario, mis amigos y yo tuviéramos varios libros publicados, pero, lamentablemente, no lo soy (risas).
—Pero gracias a las nuevas tecnologías se ha divulgado la obra de muchos autores...
—Es cierto, la Internet nos ha ayudado a promocionar nuestra obra, ahí está el ejemplo de la página Letralia.com, dirigida por Jorge Gómez Jiménez, allá en Cagua, por medio de la cual se han dado a conocer los trabajos de muchos autores de la región en el mundo global. La literatura es un monstruo de mil y una cabezas. Es un monstruo que se come a sí mismo, se devora a sí mismo, pero a la vez se recrea.
—¿Cómo nacen tus relatos?
—Nacen de lo cotidiano, del mundo real tomo el lenguaje y lo demás forma parte del estilo propio de narrar.
—¿Qué es para ti el oficio de escribir?
—García Márquez dijo una vez que escribía para sus amigos. Escribir es una necesidad, aunque tal vez no escriba todos los días. Cuando escribo entablo una conversación con mi propio yo. Escribir es un acto solitario y sagrado. Soy muy exigente con lo que escribo. Mi primer crítico soy yo. Muchos de mis cuentos han ido a parar a la gaveta del olvido y algunos han corrido con la suerte de ser rescatados. El escritor debe ser autocrítico.
—¿Cómo ves el panorama actual de la literatura aragüeña?
—Hay mucho talento, un diamante en bruto que hay que pulir. Por ejemplo, Alberto H. Cobo, Gloria Dolande, Astrid Salazar, María Luisa Angarita y José Mejías, entre otros. Los he leído a todos y eso me ha revelado que no se ha perdido el tiempo.
En cuanto a los poetas representativos del estado Aragua, están Alberto Hernández y Harry Almela, ambos con una obra consolidada, conocida no sólo en estos lares, sino en otros ámbitos. También está Erasmo Fernández, el poeta de la calle, de la ciudad. De hecho, mi trabajo final en la universidad fue sobre su obra y no lo escogí porque es mi amigo, sino por sus méritos. Además, tuve la oportunidad de leer un trabajo de Román Funes, llamado Ínfimo a Coidiz, y me encontré con un poeta que trabaja mucho con el lenguaje y el intelecto.
—¿Cómo asumes tu rol cotidiano frente al oficio de escritor?
—Como profesor universitario, a mis alumnos siempre les inculco la lectura, les hablo de la transculturización y las deformaciones de nuestro idioma. El castellano es patrimonio de todos nosotros y debemos convertirnos en custodios del idioma. Si no defendemos nuestro idioma, ¿quién lo va a defender? Aunque no se trata de cerrarse ante los neologismos. Un escritor, un creador, jamás debe estar divorciado del entorno. Incluso, uno es parte del entorno. Es algo indisoluble.
—¿Para qué sirve un escritor?
—Un médico sirve para curar heridas, un hechicero sirve para hacer y contrarrestar maleficios. Pero el escritor es un puente, un cronista de su tiempo, un vínculo entre lo real y el mundo imaginario, una expresión del pueblo. La palabra forma parte de él.



Vivir para narrar


Como narrador, gusto de sumergirme en las deliciosas aguas del cuento y la novela. Pero un narrador debe beber de otras aguas. En mi caso, la poesía me ha permitido profundizar en el alma de los personajes que creo; la poesía barniza el ambiente, la trama en general. En tanto que la lectura de obras de teatro ayuda al narrador a pulir sus diálogos y descripciones, y también, por qué no, permite explorar los demonios del alma humana (ahí tenemos los personajes de Shakespeare, por ejemplo). La lectura de ensayos y de textos de historia es vital: es la luz que nos ubica en el tiempo, permitiéndonos navegar por los enmarañados caminos del laberinto humano. Por último, el creador debe patear la calle, oír sus gemidos, oler sus aromas e inmundicias. Todas estas son herramientas con las que debe contar

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Rafael Ortega