sábado, 10 de abril de 2010

Eleazar Marín, frente a un muro pintado de sueños: “La palabra tiene el poder de producir grandes cambios”


El escritor es como una especie de caracol, que carga a cuestas toda una cantidad de pesadumbres y alegrías hasta que llega ese momento específico en que requiere plasmar las ideas utilizando como herramientas un pedazo de papel, un lápiz o un bolígrafo


Texto y foto: Rafael Ortega

Se considera “binacional” de nacimiento porque vino al mundo en el pueblo de Irapa, estado Sucre, península de Paria, pero lo trajeron en brazos a la ciudad de Maracay, “creo de seis o siete meses de nacido”, confesó Eleazar Marín (1959), quien agregó, además, que su afición por la lectura proviene de las novelas de vaqueros, que más tarde le tendieron un puente hacia otros autores, como García Márquez, Hermann Hesse, Ernesto Sábato y Francisco Massiani.
“En los años setenta, era usual que los muchachos del barrio leyeran novelas de vaqueros y suplementos. Eran un palanquín para estimular el hábito de la lectura. Yo no sé cuántos de mis amigos que eran lectores de novelas de vaqueros pudieron seguir valiéndose de esto como una especie de necesidad vital. Creo que ninguno, pero para mí fue una arrancada”, manifestó Marín.
—¿Cuándo comienzas a escribir relatos y poesía?
—El inicio más fuerte fue con la narrativa. Empecé a hacer unos trabajos que al principio se me parecían mucho al autor de uno de los primeros libros que leí: La metamorfosis, de Kafka. Uno de mis trabajos iniciales tenía esa especie de ribete de alucinación, muy parecido a esa pesadilla de Gregorio Samsa. Yo andaba buscando una manera propia de decirlo, entonces me fui encontrando con otros autores que me ayudaron a entender, a decir como uno debe decir y como uno siente que debe decir, porque es el gran problema de la voz del escritor, los temas están allí, incluso uno pudiera tener un anaquel de temas ya preescrito, pero cuando lo va a decir, por ejemplo, Leonardo Maicán, no lo va a decir jamás igual Rafael Ortega, o como lo diría Alberto Hernández, o como lo diría Bryce Echenique, para ir haciendo distanciamiento de estilos y edades. Pero el asunto más serio es conseguir una voz y que tú digas: “Yo siento que hablo así y no debo tener temor de decirlo así”.
—¿Has participado en algún taller literario?
—Básicamente, los talleres nuestros han sido talleres callejeros. Yo creo que con las horas de conversación con Jaime Betancourt, las discusiones con Jesús Liendo, las bravatas con Erasmo Fernández, los intercambios con amigos a través de la prensa, por textos publicados, y una jornada de trabajo con Agustina Ramos en una página que produjimos, llamada Alcantarilla, no hicieron falta más talleres, nunca me inscribí formalmente en ninguno porque no le hallaba sentido.
—¿Crees que los talleres de literatura son fábricas de escritores?
—No, los talleres deben servir, en todo caso, para orientar de una u otra manera alguna vocación, pero el miedo que yo le tengo a los talleres es que los talleristas se parezcan tanto al facilitador y que éste se convierta en una especie de quemador de CDs, donde todos los muchachos van a aprender a escribir como lo hace el gurú. Pienso que el taller debe ser una gran estimulador, un promotor, y debe servir de ayuda al joven escritor a encontrarse a sí mismo. Así como sucede con los jóvenes actores, que el gran trabajo que hacen los profesores de actuación con ellos al principio es que deben aprender a encontrarse a sí mismos, por eso Stanislavski mandaba primero a trabajar sobre el actor, sobre la vida misma de la persona, que va a ser el vehículo que a llevar sentimientos.
—¿Cómo fueron tus inicios en el teatro?
—En el José Luis Ramos yo era un tirapiedras, pero con oficio. Nosotros integrábamos un movimiento de muchachos que creíamos que se podía cambiar el mundo. Claro, cuando uno tiene dieciséis años tiene derecho a pensar de un solo golpe y que esa rebeldía hay que manifestarla en las calles para levantarle el piso a la gente que gobierna. Yo creo que ese es el deber de toda juventud: cuestionar, criticar... en ese liceo había un grupo de teatro al que nunca me acercaba y observaba desde lejos, pero tenía un amigo muy cercano allí, Simón Áñez, quien era miembro de ese grupo, dirigido por Héctor Rodríguez, mejor conocido como “El Enano”, una persona bastante entusiasta y lograba captar la motivación de todos los estudiantes. Después que salí del liceo, me encontré en un desierto y me preguntaba para dónde iba, necesitaba hacer algo, sentarme en un sitio donde pudiera discutir con gente. Entonces me fui al Pedagógico un día, donde el grupo tenía un ensayo y fui como dos o tres veces. Héctor me invitó a hacer una audición con ellos, pues iban a hacer un montaje, y observando y observando me dieron entrada en el grupo. Allí me uní a ellos y me envenenaron o, mejor dicho, me envenené.
—¿Cuáles temas te motivan a escribir?
—A mí me sucede algo, no sé si le pasa a otros: yo no prefiguro los temas, no tengo temas preferidos, sino que a veces me caen del cielo o del suelo, o tal vez rebotan y me golpean. Si una idea me gusta, empiezo a caminarla en el cerebro y en la calle. Uno le mete al loco sin querer o, tal vez, queriendo. Luego se va componiendo, se va prefigurando y lo demás es que ya no aguantas más y es como si estuvieras preñado. Tienes que sentarte y parir. Y después de parir, viene el proceso de pulir, pulir y pulir, y pulimos tanto las cosas que a veces las echamos a perder. Hasta que te sientes satisfecho con lo que estás escribiendo y dices: “Voy a dejar esto hasta aquí y me atrevo a publicarlo”.
—¿En cuál género literario te sientes más a gusto?
—Así como te digo que los temas me llegan solos, las necesidades también. Cuando abordé una investigación sobre teatro, que se titula El valle en dramas, me sentí como pez en el agua. Nunca imaginé que me iba a sentir tan bien investigando sobre teatro, cuando me sentía mal era porque me parecía que nunca iba a terminar la producción, más bien se alargaba y cuando uno se sumerge en un proyecto laborioso, a veces surge la inquietud de no saber si va a ser publicado, de no saber cuál será su destino. También he desarrollado algunos trabajos de dramaturgia, pero las expresiones donde me siento más cómodo son la poesía y la narrativa, digo cómodo en el sentido de que yo siento que el escritor es como una especie de caracol, que carga a cuestas toda una cantidad de pesadumbres y alegrías hasta que llega ese momento específico en que requiere plasmar las ideas utilizando como herramientas un pedazo de papel, un lápiz o un bolígrafo.
—¿Cuál es la función del escritor?
—Creo que sirve para brindarle al lector una comprensión mayor del mundo donde estamos porque vivimos rodeados de interrogantes, de necesidades, y escribir —para mí— es un acto de sentirme libre, me siento solo y lo único que me domina son aquellos fantasmas que yo trato de llevar hacia un final o el verso que hay que cerrar para concluir un poema, pero creo que escribo para tratar de sentirme bien, para tratar de despejarme, dispersarme del mundo, que es bien pesado. La palabra tiene el poder de producir grandes cambios y la tarea de un escritor tiene que ser escribir para sentirse liberado del mundo y tener más capacidad de respuesta frente a él y en esa medida coadyuvar a que la gente pueda visualizar con mayor claridad el tiempo que le toca vivir. Shakespeare decía que la función de un escritor es hacer una crónica de la realidad de su tiempo y llamaba a este arte como el espejo de la naturaleza humana y es nuestro deber limpiarles el espejo, si se quieren ver, bueno, que se vean.

—¿Las instituciones ofrecen la ayuda necesaria al investigador?
—Creo que debería eliminarse la burocracia en las instituciones para facilitar la labor del investigador, aunque tener acceso a la información nunca es fácil, tomando en cuenta el simple hecho de tener que levantarse de la cama para ir a un sitio a buscar un libro, tener que trasladarse, tener que esperar por algunas horas que una secretaria aporte la información, pero yo creo que debe trabajarse más en función de la civilización de esos sitios, que la gente que trabaja en las bibliotecas entienda que no son las estrellas de la institución, que ellos son unos servidores públicos. La gente que hace investigación sabe que el camino va a ser arduo, que no va a conseguir las cosas fácilmente y tiene que valerse de todas las vías posibles, tanto la biblioteca personal, la biblioteca pública, los amigos, los referentes personales, la Internet... no es fácil, pero creo que la solución al problema está en sensibilización del funcionario para eliminar la burocracia.
—¿Cómo ves el panorama regional actualmente?
—Aragua es uno de los estados donde más se produce literatura, y no soy el único que piensa eso, hay mucha gente que lo cree porque aquí la temática es muy variada, mientras que en otras regiones la literatura es muy local. Encontramos acá desde poetas surrealistas, hijos de Breton, como es el caso de José Miguel Henríquez; otros de una tendencia bucólica urbana, como Guillermo Cadrazco, y gente que trabaja muy bien con la palabra como Alberto Hernández, por nombrarte algunos. Aragua tiene demasiado qué decir, pero ahora siento que a diferencia de lo que yo conocí hace algunos años, la presencia insurgente e irreverente del poeta en las calles, ha mermado. No es que no se esté escribiendo, al contrario, sí se está escribiendo y hay jóvenes talentosos, pero cuando comencé en esto yo me conseguí parte del terreno hecho. Los insurgentes más bárbaros en este asunto habían recorrido el camino en los años setenta. Prácticamente, los pioneros son unas personas que provienen de aquella generación, como es el caso de los llamados “poetas malditos”: Jaime Betancourt, Erasmo Fernández, Zoraida García; además de Agustina Ramos, Alberto Hernández y una cantidad de autores que ya habían abierto brecha. Encontré un espacio abierto en la literatura, algo así como un caminito enmontado, pero ahora que está más despejado hay una respuesta menos contundente desde el punto de vista de la presencia del autor.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos como los de otros países?
—En nuestro país no se le da importancia a la promoción literaria ni a la discusión. En Venezuela, tanto los escritores como los editores piensan que el fin último es el libro. O sea, se edita el libro y éste va a cumplir un destino triste. Va a parar a las catacumbas de los sótanos de las editoriales o a los rincones de la casa del escritor que publicó por cuenta propia porque no existe ni distribución ni discusión en función del libro, ni tampoco hay un plan agresivo de promoción de la lectura, que permita integrar al escritor directamente con las fuentes fundamentales de lectura, que yo considero que son las escuelas. En el exterior nos conocen por Rómulo Gallegos, Arturo Úslar Pietri, Adriano González León, José Balza, Salvador Garmendia y en una antología de literatura latinoamericana de la Universidad Nacional Autónoma de Puerto Rico incluyeron unos poemas de José Antonio Ramos Sucre y “El Chino” Valera Mora, lo cual me pareció muy bien y me dije “están metiendo gente joven”, ironizando un poco.
—¿Qué opinas de las nuevas tecnologías?
—Me parece que son importantes porque podemos conectarnos con el mundo entero, si existiese Internet en Marte también nos comunicaríamos con los marcianos, pero pienso que la web viene a ser un instrumento más a favor del libro, pues como decía Efraín Subero, la muerte del libro la han decretado en muchas oportunidades y siempre se han equivocado porque el libro siempre será el libro, es una hechura humana, es la obra más hermosa que ha producido el hombre porque permitió que sus ideas recorrieran el mundo y se difundieran y multiplicaran, esa era la Internet del siglo XVI, el invento de Gutenberg.
—¿Cuáles han sido tus publicaciones?
—Cuando ingresé en la universidad, allí encontré un espacio de expresión propio, tomamos una pared y comenzamos a escribir poesía en ella, unos de los primeros poetas que escribieron allí fueron Aly Pérez y Mariozzi Carmona. Luego materializamos esa experiencia en una revista que todavía sale por allí, ella sale cuando quiere, es como una chicharra, una revista morrocoy, y no es un morrocoy azul, es un morrocoy llamado Muro de Sueños, que sale de vez en cuando. También tuvimos una página en El Aragüeño durante un tiempo. Nosotros intentamos, como todos los quijotes que buscan espacios en la prensa, hacer que la página viviera por sí misma, y conseguimos dos librerías de amigos que nos iban a apoyar, pero no se nos permitió porque la publicidad era exclusiva del periódico y tuvimos que morir de inanición, no teníamos dinero y decidimos dejar eso así. Tuvimos que morir con el trajín del teatro y la literatura en la calle. Ahora, en lo personal, he publicado en antologías, revistas y periódicos, algunas plaquettes propias, pero libros individuales, ninguno hasta ahora; obtuve el premio de novela en el XIV Concurso del Ipasme 2006, por la obra Infantes terribles, un trabajo que venía madurando desde hacía bastante tiempo; incluso, no lo había terminado porque una de las piezas estaba perdida y un amigo escritor, llamado Leonardo Maicán, quien se dedica al ocio de guardar papeles, había leído ese trabajo cuando fue jurado de un concurso donde participé y él lo había guardado en un arcón donde tiene un cementerio de textos viejos, y ese era el relato que me faltaba para engranar la novela, que es un mosaico triste, entre lo patético y lo sublime, donde casi todos los temas están marcados por cierta fatalidad, pero al final siempre abre una puerta para salir de ese hueco de tristeza. Allí se tratan situaciones diversas, pero en definitiva el espacio es uno solo y el hilo lo lleva un autor, que es el más desgraciado de todos, quien va ordenando sus cosas para darle final a su vida. Es un trabajo fragmentado, una novela que se puede leer como un libro de cuentos. Son muchas piezas sueltas con una intención temática y pudiese entenderse que hay un autor que está contando esas historias para finalmente contar la suya.

La necesidad de buscar respuestas

He escrito en bares, he escrito en la acera, he escrito en plazas, he escrito en mi casa, he escrito en un salón de clases mientras los estudiantes están matando el tiempo en el recreo, donde me aborde la necesidad de concluir una idea, escribo. A veces, ni siquiera se trata de escribir un relato, sino, por lo menos, una frase clave que evitará que pierda la idea que tengo para desarrollarla después. Por lo menos eso. Pero no hay una metodología organizada, más bien soy un poco desordenado. En el fondo, existe una necesidad de buscar respuestas a interrogantes o inquietudes. A veces, uno tienta los temas a propósito, pero eso resulta peligroso porque la temática se puede ir para otro lado y resulta que el tema escogido queda plasmado en el texto como una especie de marco referencial y no como sustancia

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Un abrazo,
Rafael Ortega