sábado, 10 de abril de 2010

Alberto Hernández, en defensa de la subversión de la palabra: “El poeta siempre será echado de la República”


La poesía es la máxima expresión de la escritura. No digo como otros, que la poesía salva. La poesía es la enemiga más fiel de esa cursilería. También creo que nos revela los lastres que nunca hemos perdido en el viaje



Texto y foto: Rafael Ortega

En cada crónica, Alberto Hernández (Calabozo, 1952) nos relata su apreciación acerca de la Venezuela de hoy y de aquella que le tocó vivir en los inicios de su carrera literaria y periodística, la cual —según sus propias palabras— se movía entre la magia y los sobresaltos. “La magia del silencio y su paisaje y los sobresaltos de la guerra de guerrillas”.
Su obra encarna la mirada introspectiva del ser atribulado por la realidad circundante: “Yo miraba de lejos la guerrilla y me sumergía en el paisaje del llano, de donde provengo. No obstante, aprendí a escribir con los elementos: con el agua, las inundaciones, el fuego, los candelorios que no fueron imaginados y los que fueron. La sangre de tanta gente”, nos confiesa a modo de catarsis existencial.
—¿Cómo nace tu interés por el mundo de las letras?
—De oído tenía a papá, quien se paseaba por unos nombres que nadie o muy poca gente hoy lee: Tomás Ignacio Potentini, Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Antonio Arráiz, Andrés Eloy Blanco, algunas páginas de José Antonio Ramos Sucre, los humoristas permanentes de nuestra flora y fauna nacional. Desde allí, desde ese instante, en la escuela, me vi escribiendo. Yo me sentí escritor desde niño, porque soñaba con eso, por lo que mi realidad siempre fue un sueño, lo cual me contenta mucho.
—¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?
—Esas, las que “leí” de oídas, gracias a las recitaciones que hacía papá. Luego me harté de suplementos de héroes en blanco y negro, en sepia. Después llegaron las novelitas vaqueras y se enredaron con las lecturas escolares, las vagancias de mi padre por la literatura rusa: Esenin, Chéjov y sus cuentos. Aquiles Nazoa estaba allí en el altar de la casa, junto con los santos. Y así, hasta entrar de lleno en lo que no recuerdo.
—¿En qué momento empiezas a escribir poesía y narrativa?
—Mira, desde pequeño rasguñaba cuadernos. En bachillerato. Pero mi escritura se hizo en España, entre hambres y la soledad que me escudriñaban en Madrid en los años setenta. La poesía entonces me llegaba a través de Miguel Hernández, mi pariente de Orihuela; García Lorca, Salinas, Antonio Machado. Los venezolanos atizaron mucho: los dos Garmendia, Meneses, Enrique Bernardo Núñez, Sánchez Peláez, el primer Cadenas, Gerbasi. Poesía, cuento y novela juntos. Leía de todo. E intentaba escribir de todo. España me marcó en el barrio Lavapiés. En Salamanca nacieron muchos de los trazos que aún perduran en mis angustias. Muchos textos iniciales se hicieron a mi paso por Francia, Suiza, Portugal y Marruecos, durante aquella aventura juvenil que dejó una huella profunda en mí. Pero, querido Rafael, uno siempre está comenzando. Uno no termina de comenzar.
—¿Has participado en talleres literarios?
—Hace muchos años, cuando los talleres no existían en este país, inventamos uno en Maracay. Era Julio Jáuregui el tutor. Allí abrevamos Agustina Ramos, Ramón Lameda, Alfredo Fuenmayor, Roger Rodríguez, Albis Rivas, Alberto Salvador Flores, entre otros. Escribíamos relatos y luego discutíamos. Fue un bonche para alucinados. Nunca he estado en un taller de poesía. He sido guía de algunos talleres de literatura, de cuento y poesía, pero no me he agitado mucho en esos mares, porque siempre aposté a la soledad, a la intimidad con mis fantasmas.
—¿Crees que los talleres de literatura son fábricas de escritores?
—No, en absoluto. Creo que se trata de una experiencia para confrontar, para revisar el alma y los textos de cada uno de los participantes. La poesía, en contradicción con mi conducta personal, sirve también para compartir. Los talleres te ofrecen herramientas para soltarte el moño de la imaginación.
—¿En cuál género literario te sientes más cómodo?
—En la poesía. Bueno, cuando imagino el alma de un relato disfruto mucho, porque me hago de las voces de los personajes: sufro y río con ellos. Luego la prosodia, esa forma de alentar la narración. En el ensayo, la crónica y otras fuerzas interiores recurro a otros mundos: los libros, la memoria. La poesía es la máxima expresión de la escritura. No digo como otros, que la poesía salva. La poesía es la enemiga más fiel de esa cursilería. También creo que nos revela los lastres que nunca hemos perdido en el viaje. De allí que la inspiración se me parezca al vértigo. Escuece. Es difícil inspirarse. Tendría que regresar al romanticismo, al medioevo. Carajo, yo felicito mucho a los que se inspiran porque se saben cerca de los dioses. Es decir, saben respirar profundo. Más fácil es suspirar. O bostezar.
—¿De dónde salen tus poemas, tus relatos y tus crónicas?
—De la memoria. De los sueños, de las calles, de un coito, del silencio, de la muerte. Mira, de todas las cosas que a uno le han pasado. Y de las que no me han pasado. Del miedo. A mí me conmueve el más mínimo sentimiento ajeno, siempre y cuando roce lo que nos queda de espíritu. Soy fácil de lágrimas, lo que no quiere decir que escriba húmedo de tecla.

—¿Cuál es la función del escritor?
—Vivir para escribir. Me queda Pavese a un lado de las tensiones diarias. Si el escritor fuese dueño de alguna función, entonces seríamos muy útiles como banqueros, como dirigentes políticos, como militares, como comisarios de algún ministerio, como secretarios de cultura. Nada, un escritor es un tipo que sólo obedece a su libertad, a sus pesadillas, a las caderas de una diosa de carne y huesos. No me afilio a aquella sentencia según la cual el escritor es un producto social que es capaz de salvarse y salvar la patria. Sandeces de cierta sociología ya superada. Como ciudadano —simple habitante de un país como éste— formo parte del espíritu de la anarquía. Para llegar a Galina no tengo que llenar planilla alguna, ni mucho menos aprenderme el preámbulo de la Constitución de la República Bolivariana. La poesía huye de esas cosas tan elevadas para quienes se asumen mesías y dueños de la verdad absoluta. El poeta siempre será echado de la República. Claro, el que no se prosterna ante el poder: ese será un artículo de cualquier ley restrictiva.
—¿Influyó de alguna manera el boom en los escritores venezolanos?
—Hubo un tiempo en que escribíamos como García Márquez, llenos de fantasmas, mujeres voladoras y mariposas amarillas. O intentábamos alcanzar la estructura de Cortázar, las bondades narrativas de Onetti, el maestro; los laberintos de Donoso. Claro que influyó el boom. Fue una experiencia, como toda experiencia, alegre y dolorosa. Alegre porque nos dimos a conocer en las barriadas del mundo. Mostramos las llagas y las metáforas. Pero dolorosa porque nos costó salir del éxito, hasta convertirnos en una referencia decadente. Ahora somos otros, más petroleros, pero con esperanzas no sabemos de qué. En esa fiesta, de la que no participo, Borges se nos ha quedado más tiempo. En poesía no hubo boom, gracias a Dios y a los surrealistas, que frenaron la avalancha.
—¿Se siente que las instituciones se preocupan por la literatura?
—Sí y no. Sí, porque publican de todo. De los cientos de títulos que entregan al mercado, es difícil toparse con algo que no nos haga más infelices. La masificación de la escritura se ha convertido en una carrera de caballos. Ahora hay más poetas y cuentistas en el país. Eso es muy bueno: la alucinación es casi gratuita. La confusión es artística. Vamos camino de Babel. Así se soban las manos los gerentes del Ministerio de la Cultura. Y no porque al poder eso no le interesa, cosa buena porque no se acerca mucho. Verse en El Perro y la Rana es como pisar en falso. Que no digan que critico, sólo reseño que se trata de una aventura excesivamente populista, que no nos dejará nada. Espero que el señor ministro Sesto no me convierta en séptimo por lo que digo, pero no se puede empaquetar un país con libros que nadie lee, con libros que sirven para incrementar los tragos y el ego de algunos. Mis respetos a los buenos versos que seguramente encontraré en los pocos que transitan el mundo de esta angustia llamada poesía de emergencia.
—¿Qué te parece el panorama regional de la literatura, actualmente?
—El mundo pequeño, la región menos transparente, ésta que es Aragua, merece muchas líneas. Aquí contamos con voces jóvenes que nos alegran a diario. Por allí andan inventando María Luisa Angarita, Astrid Salazar, Gloria Dolande, Leonardo Maicán, entre otros muy chamos, aunque ya están entrando en otras edades. Erasmo Fernández, una de las voces más densas y hermosas de estas calles, que son las del país. Manuel Cabesa, poeta y narrador, pero sobre todo lector, escudriñador de libros. Isabel Rivas, una mujer de las letras. Harry Almela, de todos conocido por su talento.
Pero si nos regresamos a la pregunta anterior, quedamos en decir que las instituciones son un parapeto de la centralización. Los escritores se sienten alejados, porque todo obedece a los designios de Caracas, al paquete. Y así la nacional. Este es un país literario, sólo que el gobierno no sabe encontrarlo. Los escritores están allí. Bueno, tampoco se le quita el derecho a quien se siente escritor y le sueltan un toro. Los que en verdad están viendo el país, forman parte de la galería. El mundo sigue girando. La literatura es una sorpresa maravillosa. Mientras los artistas trabajan, los gobiernos pelean con ellos mismos y con quienes se atrevan a buscarle la mirada. De todas maneras, hay que tener fe, como dice cualquier venezolano inteligente.
—¿Cuáles crees tú que son los escritores fundamentales de Venezuela?
—Se trata, en este caso, de un problema de gusto. Regresamos al pasado remoto y nos encontramos con Bello, padre fundacional de nuestra poesía. En el más cercano —o casi presente— nos vemos en las páginas de Salvador Garmendia, Sánchez Peláez, Juan Liscano, Cadenas, Montejo, Palomares, Calzadilla, Pereira. Un poco más acá, Ednodio Quintero, Ana Teresa Torres, Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia. No sé si sean los fundamentales. Son ellos y muchos más.
—¿A qué atribuyes que los escritores venezolanos no sean tan conocidos como los de otros países?
—Al desamor de los llamados gerentes editoriales. Nos movemos de un lado a otro: enviamos libros y nos sentimos felices. El mercado no es para nosotros, y cuando digo nosotros me refiero a quienes tienen en sus manos la responsabilidad de estas políticas. Ahora, la situación —parecida a lo que dejamos atrás— no es muy halagüeña. El país responde a sus resquemores. Mientras no se tenga conciencia de esta situación, los escritores venezolanos seguiremos siendo parroquiales y caraqueños. Es falso que conozcan a algunos de los nuestros más allá de la entrada de las universidades de España. En los últimos años sólo Cadenas, Montejo y Pepe Barroeta, gracias a las ediciones antológicas. Los demás viven en el claustro de Salamanca y otras casas de estudios. Pero es difícil vernos en las vitrinas. Que nos saluden con una palmadita. ¿Con eso bastaría?



Cercano al infierno


El poeta debe ser un sujeto rebelde, un desatado, un malcriado, un subversivo, un loco cercano al infierno. El poeta debe servir para subvertir el orden, para desordenarle el espíritu a los muy correctos, a los revolucionariamente poseídos. Sé de algunos que se adocenaron, que no se dejan ver las costuras de la autopsia. Y que no me hablen de Rimbaud, que quedó para los muchachos

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Rafael Ortega