miércoles, 2 de abril de 2008

Mil rostros

"Existió una persona que podría
entenderme. Pero fue, precisamente
la persona que maté".
Ernesto Sábato.


La situación comenzó a intrigarme cuando pude comprobar, en otros casos, la certeza de aquel viejo refrán que menciona algo sobre un río y unas piedras con el fin de advertir que detrás de cada rumor hay un poco de verdad.


De pronto me vi en la prolija tarea de atar los cabos que descuidadamente ella había dejado sueltos. Recordé los frecuentes paseos dominicales que solía dar sin mí, su hermetismo cuando le preguntaba algo sobre su vida pasada, los cambios repentinos de mi nombre al llamarme y cuando me dijo: "No te enamores de mí porque soy como una gitana y poseo mil rostros".


Me dediqué a espiarla, descuidando por completo mis actividades laborales, como animal que acecha a su presa para hacer satisfactoria la cacería. Interrogué a conocidos y hasta logré sobornar a algunos para que me confesaran detalles sobre ella.


Fue así como pude dar con un lugar llamado: "Aquí Comienza el Final de la Tristeza". ¡Vaya nombre para un prostíbulo de segunda! Una vez dentro, me dirigí en medio de la penumbra hacia la barra y ocupé un banco que estaba cerca de la caja registradora con la intención de comunicarme con mayor facilidad con el encargado.


Le pedí una cerveza mientras ensayaba en mi cabeza la manera de entablar una conversación. Pensé que sería una verdadera estupidez mostrarle la fotografía y preguntar por ella, así que cuando trajo la bebida le inquirí:


—¿Qué tal es aquí el ganado?


—¡Calidad! —me respondió.


—¿Cuál será la más buenota de todas?


—Depende de cuáles sean sus gustos.


Le di una descripción casi exacta de mi consorte y el hombre asintió con la cabeza. Me dijo que una mujer semejante frecuentaba el lugar, sólo los domingos por la tarde.


Pagué la cuenta y me disponía a salir, cuando me topé con un conocido que no había visto en años. Nos sentamos en una mesa con la finalidad de tomarnos unos tragos y conversar sobre el pasado.


Las horas se fueron volando al compás de las copas y en un momento de conmoción etílica le confesé mi dilema.


—¡Así son todas —expresó—, cada mujer tiene algo de puta y madre, sólo que algunas no saben equilibrarse!


Continuamos bebiendo hasta perder la conciencia y salimos del lugar cantando a gritos no sé cuál canción. Sólo recuerdo que cuando llegué a casa la encontré recostada en el sofá mirando la televisión con un cigarrillo encendido entre los labios... bordeé su cuello con mis manos y apreté con ganas, mientras observaba cómo sus ojos se tornaban vidriosos tratando de renacer entre tanto humo.


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Rafael Ortega