De los días de escuela son pocos los recuerdos gratos que conservo. Uno de ellos eres tú, Blanca Rosa. Tu piel nacarada, tu sonrisa frágil, tus ojos de ónice y aquel atardecer cuando nos quedamos dormidos en lo más alto de la montaña contando las aves que pasaban sobre nosotros.
Hoy al cruzar la plaza, camino a la iglesia, los pájaros han vuelto a evocar tu imagen, pues logro distinguirte entre la muchedumbre llevando de la mano a un niño que supongo será tu hijo.
Por la sobriedad de tu traje negro, intuyo que la desgracia se ha cernido sobre tu vida. Alzo mi mano e improviso un saludo, mientras tú pareces no advertir mi compungida presencia ni tampoco la de los preciosos pájaros que una vez contamos entre sueños.
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Un abrazo,
Rafael Ortega