miércoles, 2 de abril de 2008

La última sutileza del diablo


"La última sutileza del diablo
es la diferencia
entre el infierno y el corazón".
E.M. Cioran.


Antonio estaba borracho, sin un centavo y con muchos ánimos de seguir la juerga. Debía —de cualquier manera— hacerse de algunos billetes lo más urgente que fuera posible o de lo contrario desfallecería. Caminó varias cuadras a la deriva hasta encontrarse con un compañero de tragos que andaba en condiciones similares y le propuso entrar al bar de la esquina a ver si había allí algún conocido que los convidara a beber cualquier cosa, siempre y cuando fuese licor. ¡La vida entera por una botella!, farfullaba alegremente aquel par de borrachines.


Al llegar al sitio donde las luces rojas describían con alevosía la palabra bar, entraron. Lograron pasar desapercibidos durante largo rato mientras buscaban entre la multitud casi al borde de la desesperación algún rostro que se les hiciera familiar.


Un joven que fungía de mesero surgió debajo de una gruesa capa de estridencias y smog.


—¡Buenas noches!, ¿qué desean tomar los caballeros? —preguntó con voz meliflua.


—¡Por los momentos, nada! —se apresuró a contestar Antonio—. Esperamos a un compañero que no tardará en llegar.


El joven, obviamente, no se tragó aquel cuento, pero pareció no darle mayor importancia, pues se retiró contoneándose de manera exagerada, lo cual provocó en ambos una explosión de hilaridad estruendosa.


Todavía no paraban de reír, cuando notaron la presencia de dos caballeros parados frente a ellos.


—Disculpen, señores, ¿nos acompañan con un trago? —se adelantó a decir uno de los hombres, quien a juzgar por su apariencia parecía ser serio y respetable.


Llevaba encima un fino traje de lino blanco que debió costarle una fortuna. El otro, de aspecto más humilde, se limitó a sonreír con un aire entre tímido y nervioso mientras movía la cabeza afirmativamente.


Antonio y su amigo aceptaron la proposición sin remilgos. ¡Qué más da! Cuando se es tan pobre como una rata no son muchas las alternativas que se ofrecen. ¡Total, lo más importante es beber!, ese era su lema.


—¡Con mucho gusto, compañeros! —respondieron al unísono.


Tomaron asiento al fondo del establecimiento, en una mesa cercana al urinario, e improvisaron una tertulia donde destacaba el hombre del traje blanco por sus exquisitos modales de sangre azul y su facilidad de expresión. ¡Un verdadero oráculo digno de ser atendido con fruición por sus interlocutores!


Progresivamente, la conversación fue subiendo de tono:


—Sepan ustedes, estimados caballeros, que eso de las relaciones contra natura no tiene nada de nuevo ni extraordinario. De la antigua Grecia se conoce la leyenda de un poeta llamado Támiris, quien fue el primero en cortejar a uno de su sexo: un tal Jacinto. Se afirmaba que la hermosura de dicho mancebo era tal que logró enloquecer de amor hasta al mismísimo dios Apolo. Desde tiempos ancestrales, el hombre ha manifestado ser propenso a los placeres de los sentidos. Prueba de ello es la aparición del lucrativo oficio de la prostitución en la historia de la humanidad. Resulta impresionante la manera como sucumben civilizaciones enteras ante el hechizo del disfrute carnal. Tal es el caso de China, donde se llegó a registrar un total de dos millones de sifilíticos más trescientos mil casos de otras enfermedades venéreas.


Hizo una breve pausa para beber un trago, mientras dirigía expresiones oferentes con los ojos hacia Antonio.


—En realidad, no soy partidario del sexo en látex porque me parece que dificulta el orgasmo, pero de alguna forma hay que protegerse. Tampoco comparto esas reflexiones arcaicas y retardatarias sobre la moral, pues como lo dijo Kant: "A través de la razón, fijamos nuestras propias leyes morales". Eso de que el libertinaje desvía el verdadero cauce de los sentimientos y contribuye a desarrollar hábitos deshonestos e inmorales, es pura palabrería fingida.


Antonio, visiblemente incómodo por toda aquella apología a la lujuria, además de las insistentes miradas que el caballero de blanco le dirigía, interrumpió para pedir permiso porque tenía que ir al baño.


La excusa le resultó pertinente para idear el plan que le libraría de tan engorrosa situación. Se levantó de la silla, dio un vistazo hacia donde estaba su compañero y notó que cabeceaba de sueño. No importaba, le dejaría para que durmiera la mona.


Se dispuso a orinar, advirtiendo que alguien entraba y se situaba detrás de él. Sintió un zarpazo hambriento que aprisionaba sus testículos con fiereza. No hubo necesidad de voltear a mirar, pues sabía de quién se trataba. Sólo se limitó a girar sobre su eje y asestó un puñetazo hacia el objetivo, haciéndolo caer de bruces.


Subió la bragueta de su pantalón y salió del urinario, abriéndose paso entre las mesas, en dirección hacia la puerta para ganar la calle. Caminó hacia la noche, mientras se alejaba del lugar dando tumbos, en la búsqueda de algún conocido que le invitara a una copa para pasar el trago amargo.

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Rafael Ortega